El mausoleo de la discordia

Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de septiembre de 2018


Por norma general, los gobernantes que aparecen en nuestros libros de historia no han gozado precisamente de la paz eterna, al menos por lo que respecta a sus restos físicos. Por poner algunos ejemplos, el arqueólogo Howard Carter y su mecenas Lord Carnavon interrumpieron el descaso del joven Tutankamón hace casi un siglo, convirtiendo su cadáver en una atracción de feria que miles de turistas visitan cada año; algo parecido sucederá con el sanguinario Qin Shi Huang, primer emperador de China, cuando las autoridades del país asiático decidan desentrañar uno de los complejos funerarios más desmesurados del planeta; la momia de Lenin ha sido también expuesta al público durante décadas en la Plaza Roja moscovita, aunque corre peligro de ser inminentemente desenchufada del misterioso sistema que mantiene su piel tersa y suave porque él lo vale; ni siquiera el cuerpo de Jufu, más conocido como Keops, consiguió guarecerse en un sarcófago sepultado bajo seis millones de toneladas de piedra… Está visto que, si uno quiere que le dejen en paz después de estirar la pata, lo mejor es pasar desapercibido. 

Algo así debieron pensar quienes enterraron a Simón Bolívar en el panteón de la familia Díaz Granados, en la colombiana catedral de Santa Marta, tras fallecer en la Quinta de San Pedro Alejandrino en 1830. La tumba del Libertador, nacido en una familia aristocrática de origen vasco, carecía premeditadamente de ninguna inscripción identificativa, pues habían sido varios los intentos de profanarla. Aun así, los restos sufrieron diversos percances hasta que el gobierno venezolano decidió en 1842 rendir los honores debidos al inspirador de los procesos de independencia de las actuales Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá, Venezuela y Perú. El féretro fue trasladado a la catedral de Caracas, y de allí viajó posteriormente a la iglesia de la Santísima Trinidad, conocida como Panteón Nacional. Pero la cosa no acabó ahí. Tras las numerosas desventuras de aquel cadáver errante, Hugo Chávez volvió a desenterrarlo en 2010 para realizar un análisis científico sobra la identidad del difunto. El presidente celebró solemnemente la posibilidad de “mostrar a Venezuela los restos de Bolívar”, aunque la oposición consideró que lo que hizo realmente fue “mostrar a Bolívar los restos de Venezuela”. 


El interés por exhumar gobernantes de épocas pasadas ha llegado también a nuestras tierras, tras la decisión del ejecutivo socialista de hacer lo propio con los restos de Francisco Franco, actualmente depositados bajo el altar de la siniestra basílica del Valle de los Caídos. Sin embargo, el motivo que en esta ocasión anima a coger la pala no es honrar al difunto, sino retirar precisamente los honores a quien la mayoría considera que no los merece, una decisión que ha levantado una polémica tan desmesurada como sintomática. Después de todo, no se pretende colgar el cadáver bocabajo y desfigurarlo a golpes, como hicieron los partisanos con Mussolini en una gasolinera de la milanesa plaza de Loreto, sino trasladarlo respetuosamente a la cripta privada de Mingorrubio donde reposa su mujer y algunos colaboradores, y que es el lugar donde debía descansar desde un inicio si Arias Navarro no hubiera ordenado excavar una tumba de urgencia en la megalómana basílica de Guadarrama. Dos son las principales objeciones que se plantean ante la posibilidad de exhumar estos restos. 

En primer lugar, existe un colectivo reducido pero muy ruidoso que se opone frontalmente a la decisión de Pedro Sánchez, el Tomb Raider de Tetuán, simplemente porque piensan que el dictador está muy bien donde está. Entre ellos destacan los nostálgicos del régimen, y también quienes sin serlo (o sin reconocerlo) consideran que el ejecutivo pretende borrar o falsear la historia. Frente a esta postura cabe apuntar dos observaciones. Como cuestión menor, se supone que esta descomunal necrópolis fue construida para enterrar a los caídos en la Guerra Civil, y que yo sepa Franco murió de viejo en una cama del madrileño hospital de la Paz cuarenta años después. Pero, fundamentalmente, resulta imposible justificar el mantenimiento con dinero público de un faraónico mausoleo dedicado de facto a un dictador que ejerció en Europa un poder autoritario a lo largo de cuatro décadas en pleno siglo XX. ¿Alguien se imagina a Italia o Alemania financiando con cargo al presupuesto estatal un colosal monumento con los restos del Duce o de Hitler, construido en condiciones penosas por presos opositores, y donde los admiradores de ambos tiranos fuesen actualmente a rendirles homenaje? 


Pero también existe otro grupo, mucho más numeroso, que sin enfrentarse abiertamente al traslado, critica la decisión del gobierno por considerar que este asunto no es una prioridad. En mi opinión, resulta plenamente razonable establecer preferencias temporales cuando nos enfrentamos a procesos secuenciales: por ejemplo, es apremiante diseñar una estrategia global sobre un determinado tema antes de tomar decisiones concretas de implementación. Sin embargo, cuando hablamos de medidas que no se incardinan en planificaciones más amplias, pretender vetarlas por un criterio de urgencia carece de sentido, salvo que afecte negativamente a necesidades más perentorias, lo que obviamente no es el caso. De hecho, si el traslado de Franco tuviese que demorarse hasta constatar la inexistencia de ningún otro asunto más urgente, sin duda jamás se llevaría a la práctica… una eventualidad que probablemente sería la deseada por quienes se abstendrán cobardemente cuando se vote este asunto: no quieren oponerse a la exhumación porque parecerían simpatizantes del dictador ante sus socios europeos, pero tampoco desean respaldarla porque saben que el franquismo sociológico nutre generosamente sus bases. En cualquier caso, este episodio al menos habrá servido para concienciarnos sobre la enorme cantidad de españoles que aún hoy sienten más proximidad o simpatía hacia una dictadura militar que hacia el gobierno legítimo que fue recientemente avalado por un parlamento democrático. Inquietante.

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