La rebelión homeopática


Publicado en el Diari de Tarragona el 5 de agosto de 2018


La incierta travesía que estamos viviendo en Catalunya desde hace más de un lustro parece haber iniciado un nuevo capítulo durante las últimas semanas. Es más, casi podríamos decir que estrenamos nueva temporada de una serie cuyos derechos podrían venderse a Netflix a precio de oro. El problema sería ponerse de acuerdo sobre si llevarlo a la pantalla como un sesudo thriller político de Aaron Sorkin, una alocada secuencia de gags de Monty Python, una “road movie” carcelaria tipo El Fugitivo, o un asfixiante colapso social con tintes distópicos a lo Handmaid's Tale. En cualquier caso, parece que el verano nos ha regalado una efímera tregua, mientras los exhaustos contendientes intentan asumir el estado de las cosas, como un par de jadeantes boxeadores que llevan atizándose diez asaltos y no comprenden cómo su adversario aún no ha besado la lona. 

Por un lado, el juez Llarena se ha convertido en el indiscutible protagonista de un sainete legal que pasará a los anales del esperpento hispánico, intentando vender una moto que en Europa nadie le compra: Bélgica, Escocia, Alemania… El desconcierto de los defensores del magistrado recuerda el viejo chiste del conductor asombrado porque todos los vehículos de la autopista circulen en contradirección. Aunque parece indiscutible que algunos tribunales extranjeros se han extralimitado durante la tramitación de la euroorden, entrando en el fondo del asunto más allá de sus competencias, parece evidente que la tesis de la rebelión armada no concita demasiadas adhesiones fuera de nuestras fronteras. 


Efectivamente, calificar como violentos los sucesos de otoño fue un exceso argumental que se ha terminado pagando. Lo vivido en octubre, pese a la indudable desobediencia y probable malversación, sólo fue una revolución de baja intensidad presuntamente orientada a la consecución de un objetivo que ni siquiera sus promotores se creyeron del todo. Recordemos las circunstancias que rodearon la declaración del 27 de octubre: el President no se atrevió a proclamar la independencia en su discurso, los parlamentarios abandonaron el pleno para firmar el documento, ni siquiera se retiraron los símbolos españoles de las instituciones catalanas, después de la proclamación cada uno se fue a su casa de finde… Puro postureo. 

En cierto modo, podríamos definir lo sucedido como una rebelión homeopática: en efecto, los verborreicos gurús del asunto decidieron aplicar una dosis prácticamente imperceptible de su fórmula mágica, que como es lógico no produjo la menor consecuencia, lo que explica por qué muchos expertos ni siquiera lo consideran una intervención real. El problema es que, al igual que sucede con algunos terapeutas alternativos, ha habido que buscar el modo de continuar con el negocio a pesar de los nulos efectos de sus bálsamos. En esta ocasión se ha recurrido a un discutible concepto que permite seguir dando cuerda al asunto indefinidamente: ahora toca “hacer” república. Es un modo de reconocer la esterilidad de la declaración de octubre, pero compensándolo con una actitud que resumió perfectamente Aznar con aquel ridículo acento texano: “estamos trabajando en ello”. No es un subterfugio especialmente innovador ni brillante, pues todos hemos sufrido a algunas empresas que publicitan bajo el epígrafe “en construcción” aquellos servicios que no pueden ofrecer pero sus clientes reclaman, una treta que frecuentemente oculta a un departamento que no tiene ni idea de cómo implementar un objetivo prometido que va más allá de sus posibilidades tangibles. Nada nuevo bajo el sol. 

La novedad de estas últimas semanas es el estallido de una implosión independentista, que pone sobre la mesa la existencia de dos modos de afrontar su demostrada incapacidad para convencer a una clara mayoría de la sociedad catalana sobre la idoneidad de su proyecto: por un lado, cabe reconocer la inexistencia de masa crítica suficiente para emprender un camino de este tipo y asumir que debe ampliarse la base social antes de volver a intentarlo en el futuro, o bien cabe negar contra toda lógica esta obviedad acreditada en todas las convocatorias electorales y empecinarse en mantener el choque social entre catalanes de forma permanente para no pagar el coste político de reconocer un fracaso evidente. 

Carles Puigdemont maniobra desde Waterloo para que el Govern se decante por esta segunda postura, un intento viable dadas sus acreditadas habilidades para construir un liderazgo populista, sentimental y dogmático alrededor de su figura: ha elegido dedocráticamente a su dócil sucesor, ha torpedeado cualquier aproximación a la Moncloa, ha fulminado a Marta Pascal… El instrumento para mantener su privilegiada posición se llama Crida Nacional per la República, un nuevo capítulo en la mercadotecnia postconvergente que responde a un doble objetivo: por un lado, asegurarse el control del PDeCAT (herido de muerte tras ser declarado mero sucesor de CDC en el caso del 3%), y por otro, lograr el sometimiento de ERC a sus intereses: si los republicanos se adhieren, Puigdemont conservará la sartén por el mango, y si no lo hacen, les acusará de dinamitar la unidad independentista, una amenaza que ya utilizó Artur Mas con Junts pel Sí cuando Junqueras le adelantaba en las encuestas. 


Sea como fuere, es difícil imaginar una solución a este conflicto que no cumpla con tres requisitos ineludibles: diseño de una propuesta integradora que supere la política de trincheras, respeto escrupuloso de los procedimientos legalmente establecidos, y paso por las urnas para que una mayoría reforzada de catalanes refrende explícitamente la solución planteada. En mi opinión, sólo saldremos del laberinto si logramos desandar el enfermizo camino que hemos recorrido desde el cepillado y derogación parcial del Estatut, para así poder reconstruir un proyecto colectivo sobre cimientos compartidos. No nos queda otra.

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