La palabra dada

Publicado en el Diari de Tarragona el 12 de agosto de 2018


No hace falta encargar un estudio sociológico para percatarse de que somos muchos los ciudadanos convencidos de que la credibilidad de nuestros políticos rivaliza con la fiabilidad de los horóscopos: puede que en alguna ocasión la realidad coincida con sus afirmaciones, pero no por mérito de su autor sino por causas meramente estadísticas. En efecto, la sinceridad nunca ha sido una de las virtudes inherentes a este sector, y el recurso a la mentira ha sido una constante de tradición inmemorial en la labor gubernativa. 

Hay quien intenta relativizar la gravedad de esta funesta costumbre, objetando que la representación pública acarrea habitualmente la necesidad de representar un papel, y como decía Sir Laurence Olivier, “¿qué es en el fondo actuar sino mentir, y qué es actuar bien sino mentir convenciendo?”. Es cierto que un dirigente puede verse obligado a falsear la realidad por el bien del país (el mandato de Winston Churchill durante la II Guerra Mundial nos ofrecería varios ejemplos) pero esta situación extrema sólo se produce de forma excepcional. En la inmensa mayoría de los casos, el engaño político no persigue el beneficio colectivo sino el interés personal o partidista, favoreciendo una creciente desafección de la ciudadanía hacia la política que debilita enormemente nuestro modelo democrático. 

Puede que el engaño más burdo sea el referido a hechos presentes o pasados: se miente para ganar elecciones (recordemos a Pedro Solbes negando el inicio de la crisis ante Manuel Pizarro), se miente para proteger la honorabilidad del partido (las explicaciones de María Dolores de Cospedal sobre el despido en diferido de Luis Bárcenas han pasado a los anales del esperpento ibérico), se miente para salvar el propio pellejo (cómo olvidar a José Manuel Soria cuando negó su relación con UK Lines), se miente para tapar patinazos del pasado (Pablo Iglesias afirmó no haber propuesto jamás la salida del euro, cuando se tardan diez segundos en encontrar una de sus homilías de YouTube en la que defiende exactamente eso), se miente para ocultar disensiones internas o para inventar apoyos externos (lo estamos viendo a diario en el seno del independentismo), etc. Y las cosas no parecen ir a mejor, si nos atenemos a las conclusiones de la jueza Carmen Rodríguez-Medel, quien sugiere que el nuevo presidente del PP podría tener una relación con la verdad tan conflictiva como su antecesor. 


Sin embargo, a la hora de analizar la epidemia del engaño en la actividad pública, no debemos limitarnos a la disparidad existente entre las declaraciones actuales respecto a unos hechos previos, sino también a la inversa, es decir, al contraste entre la actuación presente frente a las afirmaciones pasadas. Y no sólo porque suponga faltar a la palabra dada, sino también porque es fácil intuir que jamás existió la menor intención de actuar conforme a lo prometido. No es sólo que se incumpla ahora, sino que probablemente ya se estaba mintiendo entonces. Los ejemplos son infinitos: Mariano Rajoy se comprometió a no subir el IRPF ni el IVA (y endureció ambos impuestos en su primer consejo de ministros), José Luis Rodríguez Zapatero prometió respaldar el Estatut que aprobara el Parlament (y después lo “cepilló” en las Cortes), Albert Rivera repitió machaconamente que nunca apoyaría a un gobierno que no fuera liderado por Ciudadanos (y luego protegió la presidencia popular con una fidelidad perruna), el independentismo anunció en incontables ocasiones el sagrado advenimiento de la república catalana (y los plazos prometidos vencieron repetidamente sin el menor efecto), etc. 

Existen engaños políticos más o menos anecdóticos, pero otros albergan una trascendencia capital. Sin ir más lejos, la actual realidad política española se asienta en una promesa incumplida: la convocatoria de elecciones. Efectivamente, Pedro Sánchez cimentó su moción de censura en la necesidad de devolver la palabra al pueblo ante la constatación judicial de unos escándalos ciertamente intolerables. Ése fue el mensaje nuclear de su discurso, verbalizado en una expresión repetida hasta la extenuación: se celebrarían nuevos comicios “cuanto antes”. Sin embargo, una vez amarrada la mayoría suficiente para defenestrar a Rajoy, el líder socialista comenzó a matizar esta urgencia, apuntando la necesidad de “estabilizar” el país antes de llamar a los ciudadanos a las urnas. Como empezaba a intuirse, poco después de ser nombrado presidente del gobierno, el compromiso fundacional del nuevo ejecutivo acabó en la papelera: “mi aspiración es agotar la legislatura y convocar las elecciones en el año 2020”. 

Personalmente no tengo especial interés en que Albert Rivera o Pablo Casado se instalen en la Moncloa, y creo que un ejecutivo socialista puede resultar positivo para sosegar la crisis institucional y social que actualmente vive Catalunya, abriendo una ventana de esperanza a una solución viable y sostenible. Sin embargo, desde el punto de vista de la higiene democrática, resulta alarmante que un candidato conquiste la presidencia del gobierno bajo la promesa de convocar elecciones, incumpla flagrantemente este compromiso, y no pase absolutamente nada. 


Por lo visto, estamos tan acostumbrados a que nos mientan que la mera imagen de un gobernante comprometido con su palabra nos parece la ensoñación de un niño, un tonto o un loco. De hecho, la respuesta más frecuente a este tipo de inquietudes es el cinismo del descreído, una estrategia habitual en quienes bajan los brazos pretendiendo que no lo parezca. Reconozco que esperar la abolición fulminante de nuestra picaresca política puede resultar excesivamente optimista o ingenuo, pero mal vamos si asumimos con ovina despreocupación que el recurso al engaño sea un procedimiento impune y consustancial a nuestro modelo de gobierno.

Comentarios

  1. ...¿Y no será que la mayor parte de los políticos son licenciados en derecho?

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