Ens farem mal

Publicado en el Diari de Tarragona el 26 de agosto de 2018


Supongo que no soy el único que empieza a acostumbrarse a una deprimente frase que se repite con creciente frecuencia en nuestras tertulias de amigos, reuniones familiares y conversaciones de trabajo. Algunos la pronuncian con gesto de inquietud, preguntándose qué camino podríamos emprender para evitar esta infausta profecía, mientras otros la susurran sumidos en el derrotismo, como si se tratara de una maldición inexorable contra la que nada se puede hacer a estas alturas: “ens farem mal”. El miedo a que la quiebra social pase a mayores comienza a extenderse, sumergidos como estamos en un ambiente irrespirable para unos y otros, caldeado de forma irresponsable por quienes priorizan sus objetivos políticos por delante del mantenimiento de la convivencia pacífica entre conciudadanos. Efectivamente nos haremos daño, antes o después, si no detenemos esta delirante carrera por aumentar la tensión callejera, una competición que amenaza con provocar algún día una desgracia irreparable. 

Los tarraconenses hemos asistido últimamente a dos nuevos episodios de este despropósito, ideado por quienes aparentemente desean vernos a todos llegando a las manos. Por un lado, un grupo soberanista cubrió las murallas romanas con decenas de bolsas de basura amarillas, infringiendo flagrantemente la normativa que protege nuestro patrimonio histórico. Afortunadamente, esta incívica iniciativa fue denunciada ante el consistorio y una brigada municipal retiró los plásticos del Portal del Roser pocas horas después. Paralelamente, unos desaprensivos atacaron el monumento dedicado a Lluís Companys en la rambla homónima, pintando con sprays banderas españolas sobre la estatua de bronce que recuerda al President de la Generalitat fusilado por las autoridades franquistas en el castillo de Montjuic. Teniendo en cuenta la enorme carga emotiva de estos acontecimientos pasados, queda fuera de toda duda que los autores tenían como objetivo calentar al máximo la olla a presión ambiental. 

Nos encontramos ante dos simples ejemplos de una estrategia llevada a la práctica por los sectores más militantes de ambos bandos, orientada a trasladar el combate político al terreno simbólico en una guerra irresponsable de efectos impredecibles. Lo vemos a diario con la recurrente polémica sobre la colocación de lazos amarillos en espacios públicos: plazas, instituciones, monumentos, playas… Para unos, el derecho a colgar o pintar estos símbolos forma parte inherente de la libertad de expresión, y aquellos que los arrancan o borran están atacando ilegítimamente esta libertad consustancial a cualquier sistema democrático. Por el contrario, para otros, las personas que inundan con lazos amarillos las zonas públicas están violando la necesaria neutralidad de un espacio que es de todos, y quienes los retiran simplemente devuelven estos lugares a su estado originario. Volvemos a encontrarnos con dos planteamientos subjetivamente defendibles pero objetivamente incompatibles, cuya materialización no permite atemperar el conflicto sino todo lo contrario: encona el enfrentamiento hasta extremos que amenazan la paz social. 


Parece evidente que una significativa porción de nuestra sociedad no parece comprender un principio esencial para la convivencia: no todo lo que se puede hacer se debe hacer, una máxima especialmente procedente cuando entran en juego asuntos con una acusada carga sentimental. Lo pudimos comprobar hace un par de semanas, durante los actos en recuerdo de las víctimas de los atentados yihadistas del pasado verano: provocativas pancartas antimonárquicas, grupos enarbolando una desmesurada simbología españolista, minutos de silencio institucional presididos por enormes lazos amarillos… Las familias de quienes murieron durante aquellos días terribles rogaron a los diferentes actores políticos una tregua durante los actos de conmemoración. Pero ni así. Estoy convencido de que dentro de unos años, cuando los hiperventilados de uno y otro bando recuperen cierto grado de sensatez, muchos de ellos se abochornarán por su actitud durante estas jornadas lamentables, que sin duda pasarán a los anales de nuestra vergüenza colectiva. 

No me gustaría ponerme tremendo, pero la historia está plagada de incidentes minúsculos que desembocaron en grandes tragedias, chispas aparentemente colaterales que sirvieron como espoleta para detonar un drama de avance irrefrenable. Resulta cada vez más patente la multitud de personas ideológicamente sobreexcitadas que conviven actualmente en Catalunya, militantes de uno y otro bando que asisten a este conflicto con los nervios a flor de piel, a quienes no es difícil considerar perfectamente capaces de perder la cabeza ante una desgracia puntual provocada por un adversario descerebrado. Mucho ojo con el efecto retroalimentador de la furia, un sentimiento imparable cuando se desata. 

Nos acercamos a una fechas delicadas, que lejos de invitar a la reflexión sosegada sobre el riesgo que conlleva esta espiral enfermiza, probablemente aumenten aún más la tentación de politizarlo absolutamente todo, a ser posible metiendo el dedo en el ojo y jugando con la paciencia de nuestros vecinos que opinan de forma diferente. Me refiero concretamente a las fiestas de Santa Tecla a nivel local, y a la Diada del 11 de septiembre a nivel nacional. Parece que a medio país le sobra el otro medio y viceversa, un contexto político y social que no augura nada bueno. 


Puede sonar un tanto cándido suplicar desde estas páginas un esfuerzo de cordura para evitar que unas celebraciones que deberían unirnos a todos acaben siendo un nuevo pretexto para agudizar el enfrentamiento entre las dos Catalunyas que pujan por controlar el relato público. Quizás sea ingenuo, efectivamente, pero incluso lo utópico debe ser planteado. Como suele decirse, parafraseando a Molière, no sólo somos responsables de lo que hacemos, sino también de lo que no hacemos, de lo que no defendemos y de lo que callamos. Quizás ha llegado el momento de tomarnos una pausa, respirar hondo, y decidir cuál es nuestra verdadera prioridad: salirnos con la nuestra aplastando al adversario, o solucionar civilizadamente el conflicto que tenemos entre manos. Puede que todavía tengamos una oportunidad.

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