Un reto colectivo

Publicado en el Diari de Tarragona el 17 de junio de 2018


Apenas quedan unas horas para el gran día. Tras una década de ilusiones, proyectos, dudas, gestiones, agobios, negociaciones, sorpresas, replanteamientos y obras, por fin podemos tocar con las yemas de los dedos los XVIII Jocs Mediterranis. Efectivamente, el próximo viernes llegaremos a la meta de una complicada travesía, después de haber superado una interminable secuencia de escollos que han convertido esta maratón en una verdadera carrera de obstáculos: problemas políticos por la dificultad para lograr consensos a nivel local, problemas de calendario por la renuncia de algunas empresas constructoras, problemas de financiación por coincidir con la peor crisis económica de las últimas décadas, problemas institucionales por desarrollarse en paralelo al proceso independentista… Desconozco qué momia faraónica desenterraron nuestras autoridades municipales, pero cualquiera diría que esta apuesta se ha enfrentado desde su gestación a una autentica maldición paranormal. 

Sin embargo, contra viento y marea, el proyecto está a punto de alcanzar la anhelada orilla. En menos de una semana se celebrará en el Estadi del Nàstic la ceremonia de inauguración de un evento con unas cifras mareantes para una ciudad de nuestra escala: treinta y tres disciplinas deportivas, dieciséis sedes, cuatro mil deportistas de veintiséis nacionalidades, mil jueces y representantes internacionales, tres mil quinientos voluntarios, mil periodistas acreditados, más de ciento cincuenta mil espectadores previstos… Todo ello ha sido posible gracias a un grupo de personas con una determinación y persistencia a prueba de cenizos, que creyeron en todo momento en la capacidad de Tarragona para sacar adelante una competición de este nivel en unas circunstancias tremendamente problemáticas. 

Además del contexto adverso, los organizadores han debido enfrentarse durante años a esa “santa compaña” local, sistemáticamente crítica y obsesivamente derrotista, empeñada en plantear pegas y obstáculos ante cualquier iniciativa ambiciosa que se plantea en nuestro entorno (salvo que la encabecen ellos mismos, obviamente, o los de su cuerda). En este punto conviene diferenciar las razonables objeciones de quienes legítimamente no creían en este proyecto, y el obstruccionismo metódico de quienes sólo han pensado en desgastar al adversario. Sirva como dato el respaldo municipal prácticamente unánime y trasversal en todas las sedes de la competición salvo precisamente en Tarragona, donde las dudas y los reproches han sido una triste constante. Sospecho que si añadiésemos al calendario de pruebas una trigésimo cuarta disciplina, consistente en introducir palos en las propias ruedas, sin duda acapararíamos todas las medallas de oro. Ya va siendo hora de aprender alguna lección de otras poblaciones no muy lejanas, que demuestran una predisposición ejemplar para hacer piña en cuestiones estratégicas de ciudad. 


En cualquier caso, al margen de la mayor o menor visibilidad que estos Juegos puedan ofrecer a una capital imperiosamente necesitada de difundir su marca en el exterior, a nadie se le escapa que la verdadera trascendencia de este proyecto se encuentra en el legado físico que permanecerá en la ciudad para uso y disfrute de varias generaciones. Efectivamente, Tarragona carecía de unos equipamientos deportivos dignos de una urbe de tamaño medio, y la organización de este acontecimiento ha servido para lograr la financiación necesaria para satisfacer esta vieja necesidad. Los que hemos tenido la suerte de visitar la Anella Mediterrània hemos podido comprobar el gran trabajo realizado en la zona de Ponent, una espectacular zona verde sembrada de equipamientos razonables y sostenibles, que además logra coser una de las numerosas cicatrices urbanísticas de una ciudad con tendencia a la desmembración. 

Como era previsible, la ciudadanía de Tarragona se ha dividido durante los últimos años entre quienes han apostado por los Juegos como una gran oportunidad de futuro, y quienes han dudado honestamente de que este proyecto resultase positivo o incluso realizable. Siendo ambas posturas perfectamente respetables, el hecho es que ya estamos aquí, a punto de inaugurar una competición internacional que trasladará la marca Tarragona más allá de nuestras fronteras. Ya no es tiempo de barricadas entre partidarios y detractores de esta cita. Los Juegos van a celebrarse sí o sí, y el éxito o fracaso de este evento dibujará en millones de personas una imagen mental de nuestra ciudad que perdurará en el tiempo, para bien o para mal. Recordemos los antagónicos efectos mediáticos que los fastos del 92 produjeron a las marcas Barcelona y Sevilla. Sin ánimo de ponernos tremendos, debemos asumir que nos la jugamos. 


La suerte está echada y nuestra capital debe ofrecer su mejor cara a partir del próximo viernes. Ha llegado el momento de ejercer el auténtico tarragonismo, pensando en la ciudad por encima de nuestras lógicas diferencias. Es irrelevante que seamos de derechas o de izquierdas, jóvenes o mayores, independentistas o unionistas, del centro o de los barrios, pronadores o supinadores… Todos debemos remar en la misma dirección para que la ciudad ofrezca su mejor versión, ya sea ante quienes nos visiten físicamente, como ante quienes sigan las pruebas a través de los medios de comunicación. 

Finalmente, el hecho de que Tarragona haya demostrado su capacidad para organizar una competición de esta envergadura, especialmente en un contexto político y económico tan desfavorable, debería atajar ese tradicional pesimismo con el que frecuentemente nuestra ciudad se corta a sí misma las alas. Esperemos que esta cita deportiva marque un hito que ayude a mejorar nuestra autoestima colectiva, no para taparnos los ojos ante nuestras evidentes asignaturas pendientes, sino para convencernos a nosotros mismos de que somos capaces de lograr lo que nos propongamos.

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