Gracias por la música

Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de junio de 2018


En el otoño de su vida, Charles Darwin comentaba con cierta nostalgia que si tuviera que vivir de nuevo se impondría la obligación de escuchar música todas las semanas. En la misma línea se posicionaba Platón dos milenios atrás, al afirmar que la música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo. No estaría de más aplicarnos el consejo del naturalista inglés, eso sí, teniendo en cuenta que escuchar –una labor activa- no es lo mismo que oír –una actividad pasiva-. Efectivamente, es probable que vivamos la época en que más música se oye (de forma rutinaria, dispersa e incluso inconsciente) aunque sólo sea una proporción mínima la que verdaderamente se escucha, centrando en esta experiencia todo nuestro ser. 

En efecto, cuando intentamos comprender la afirmación de Giuseppe Mazzini de que “la música es un eco del mundo invisible”, dudo que nos venga a la cabeza la sintonía ambiental que inunda los grandes almacenes, o la canción del verano que apenas se intuye en el abarrotado chiringuito de la playa. Más bien, supongo que el político y periodista italiano pensaba en ese momento fascinante en que somos poseídos por ese arte fugaz e intangible que atesora un misterioso poder de conmoción y trascendencia. Si esa capacidad mágica fuera defendida exclusivamente por compositores e intérpretes, podríamos considerar que esta hipótesis no es más que un exagerado y narcisista autobombo gremial. Sin embargo, han sido innumerables los maestros de otras disciplinas que han intuido este poder invisible, como Edgar Allan Poe (“es la música la que más acerca el alma al gran fin por el que lucha cuando se siente inspirada por el sentimiento poético: la creación de la belleza sobrenatural”) o Victor Hugo (“la música expresa aquello que no puede decirse con palabras pero no puede permanecer en silencio”). 

Aunque el gran Luciano Pavarotti sostenía agudamente que aprender música leyendo teoría musical es como hacer el amor por correo, resulta indudable que el estudio académico de este arte permite redimensionar nuestra capacidad para apreciarlo. Todos los que hemos pasado por un conservatorio sabemos que dominar sus conceptos y reglas puede suponer un esfuerzo tedioso, pero supongo que también coincidimos en que este conocimiento no sólo permite dar el salto hacia la interpretación, sino que además facilita un disfrute más profundo de la experiencia musical, e inculca una serie de valores intemporales que complementan la formación integral de la persona. 


Hace décadas que el Conservatori de Tarragona realiza esta labor con notable éxito, tal y como quedó demostrado el pasado lunes durante el concierto de fin de curso que ofrecieron sus orquestas sinfónica y de cámara en el Auditori de la Diputació. Justo antes de cerrar el recital con la Obertura Karelia de Sibelius, el director quiso dedicar esta pieza final a Marta Sardaña, en agradecimiento por su gran trabajo al frente del centro durante los últimos años. Me gustaría aprovechar esta tribuna para unirme a este merecido reconocimiento, haciéndolo también extensivo a todos los profesionales que aportan su talento y su empeño para difundir la pasión por la música entre nuestros jóvenes. 

Hace una década que pertenezco a la gran familia del Conservatori (supongo que podemos incluirnos colateralmente en esta categoría los progenitores que hemos pasado media edad adulta sentados en los bancos del patio de columnas) y sólo tengo palabras de gratitud hacia todos aquellos que luchan cada día por transmitir este tesoro interior a nuestros hijos. Desde mi experiencia particular como padre de dos alumnas (a sabiendas de que me dejaré en el tintero a decenas de grandes profesionales con quienes no he tenido el placer de coincidir) querría expresar un especial reconocimiento a quienes demostraron una paciencia infinita desde los primeros pasos de este viaje apasionante (Robert, Oriol, Mercè, Vanesa, Núria, Roger, Kiev, Senent…), a quienes tomaron el relevo en busca de retos más ambiciosos (Teresa, Milagros, Àlex, Montse, Jordi, Rogeli, Miquel, Cecilia…), a quienes compartieron colonias y escapadas musicales (Loli, Aida, Quim, Josvi, Pau…) y cómo no, a quienes hicieron todo ello posible desde el ámbito no docente (Francesc, Sonia, Mª José...). 

Aunque el contenido -el equipo humano- compensa ampliamente las limitaciones funcionales del continente -la Casa Montoliu-, parece que la Diputació está empeñada en solucionar las evidentes estrecheces de este monumental edificio. Fruto de esta convicción, hace años que los grandes conciertos se han trasladado al auditorio de la antigua Caixa Tarragona, y próximamente la sede de la calle Cavallers disfrutará de una imprescindible ampliación para desarrollar sus actividades en mejores condiciones. Por si algún demagogo tuviera la tentación de considerar estas inversiones un gasto suntuario, convendría recordar la estrecha correlación existente entre las administraciones que prestan la debida atención a este tipo de enseñanza y las sociedades que disfrutan de los más altos índices de desarrollo humano. Debemos tener claro a quién nos queremos parecer y priorizar en consecuencia. 


Uno de los lamentos que se escuchan con más frecuencia en nuestra ciudad se refiere a la baja autoestima que padecemos los habitantes de Tarragona (lo que, en cierto modo, podría considerarse un “metalamento”). Es indudable que nuestra capital arrastra asignaturas pendientes, algunas de ellas bochornosas, pero sería un error confundir el deseable espíritu crítico con ese derrotismo que invisibiliza lo que realmente funciona. El primer paso para superar este estéril fatalismo podría consistir en reconocer explícitamente el mérito y el nivel de todas aquellas iniciativas valiosas que nos rodean, y que no son pocas, como por ejemplo la labor del Conservatori. Parafraseando a Benny, Frida, Björn y Agnetha, gracias por la música a todos aquellos que hacéis posible que la Casa Montoliu abra sus puertas cada día. Después de todo, como dijo Nietzsche, la vida sin música sería un error.

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