El aura del poder

Publicado en el Diari de Tarragona el 24 de junio de 2018


Hace apenas un mes, con los presupuestos recién aprobados, el PP representaba la viva imagen del éxito. La legislatura parecía asegurada, con un liderazgo incontestable y una cohesión interna absoluta. Pese a no disfrutar de una amplia mayoría en el Congreso, las cosas marchaban razonablemente bien y el Presidente parecía asegurarse dos años paseando por los jardines de la Moncloa con un buen habano entre los dedos. Su eterno rival, el PSOE, correteaba como un pollo sin cabeza al borde del precipicio de la irrelevancia, sumido en una crisis de identidad que rebasa nuestras fronteras, agudizada en el caso español por unas luchas de poder que se retrasmitieron en directo sin el menor pudor. 

Pero la sentencia sobre el caso Gürtel lo cambió todo. El secreto a voces se tornó verdad judicial, y la sombra del perjurio presidencial y la financiación ilegal convirtió a la formación conservadora en un apestado político. La suerte estaba echada. Iván Redondo, el joven y brillante asesor de Pedro Sánchez, decidió que era el momento de asaltar la Bastilla. Fue él quien llamó al secretario general socialista para convencerle de que el PP estaba herido de muerte, una opinión que el donostiarra podía defender con fundamento, aunque sólo fuera porque hasta el pasado otoño había prestado su asesoramiento a candidatos populares. Sólo Albert Rivera, atenazado por una extraña pinza parlamentaria, se vio obligado a mantener su respaldo al gobierno saliente, una incomodísima postura que ha echado por tierra su privilegiada posición. Y lo impensable sucedió. 

Cuatro semanas después, las dos formaciones que se han repartido el poder durante las últimas décadas han intercambiado sus papeles. El PP es hoy un partido huérfano y desnortado, que afronta una cruenta batalla por el poder de la que no saldrá indemne, tras la brusca retirada de Mariano Rajoy en todos los frentes. El expresidente ha comunicado al servicio de suscripciones de Marca que la dirección de entrega del diario se traslada a Santa Pola, dejando en herencia un embrollo interno de dimensiones considerables, especialmente tras la renuncia de Feijóo. Por su parte, la figura de Pedro Sánchez se ha solidificado de un día para otro, como pudo comprobarse en la entrevista/masaje que ofreció el pasado lunes en TVE. 


Llegados a este punto, convendría recordar las palabras de Giulio Andreotti cuando un periodista le preguntó sobre la erosión que provoca el ejercicio del poder. El viejo zorro del Palazzo Chigi respondió sarcásticamente: “el poder desgasta… a quien no lo tiene”. Aun así, sorprende la intensidad del vuelco demoscópico que defienden algunas encuestas posteriores a la defenestración de Rajoy, resucitando a un PSOE que aparentemente vivía sus últimos estertores, y hundiendo hasta niveles abisales las expectativas electorales del PP. Algunos atribuirán este volantazo al acierto socialista en la confección del nuevo gabinete (un éxito matizado con los días, todo sea dicho), otros dirán que es fruto de las medidas buenistas de Pedro Sánchez (como la retirada de concertinas o el acogimiento del Aquarius), habrá quien destaque el ridículo de Ciudadanos en la moción de censura (un fenómeno que posiblemente haya favorecido el retorno de algunos votantes que habían pasado del rojo al naranja), etc. Todas estas explicaciones son absolutamente plausibles, pero sospecho que coexiste un factor vinculado a los efectos que provoca la imagen de poder. Algunos “self-made men” suelen decir que el primer paso para hacerse rico es parecer rico, y en el mismo sentido, no hay nada como mostrarse ostentando la autoridad para ser considerado capaz de ejercerla (PSOE) y no hay nada como trasmitir una imagen de desorientación para no ser tomado en serio por nadie (PP). 

La seducción que ejercen los símbolos del poder no alcanza la misma intensidad en todo el planeta. La faraónica sede presidencial que Erdoğan se ha hecho construir en Ankara o las frecuentes entradas triunfales de Putin en el salón Georgievsky resultan chocantes en gran parte de Europa, pero en sus respectivos países han resultado eficaces para reforzar su imagen como líderes fuertes y confiables. Creo recordar que fue el difunto Francisco Fernández Ordóñez quien relató un corto pero denso periplo por diversas capitales de nuestro entorno que puede resultar ilustrativo a estos efectos. La gira comenzó en Estocolmo, donde mantuvo una sobria entrevista con el ministro de Exteriores sueco, en la que ambos dirigentes tomaron un café servido por el propio anfitrión. De allí voló a París, donde fue recibido por su homólogo francés en un gran salón custodiado por dos guardias con uniforme de gala, pudiendo disfrutar de un frugal refrigerio servido por un mayordomo. La siguiente escala fue en Roma, en cuyo aeropuerto tuvo que pasar revista a un pequeño regimiento, banda de música incluida. El viaje terminó finalmente en El Cairo, donde nuestro ministro fue agasajado por el canciller egipcio con unos fastos apabullantes, que incluyeron una cena por todo lo alto con actuaciones de músicos y bailarines. 


Aunque afortunadamente no nos encontramos en el último peldaño de esta escala empírica sobre tolerancia o adicción a la “grandeur” institucional, apuesto a que la entrevista que Pedro Sánchez ofreció esta semana desde el salón de columnas del palacio de la Moncloa le proporcionó votos, y la reciente rueda de prensa de Soraya Sáez de Santamaría desde una acera madrileña se los restó. Por si fuera poco, llevamos años exigiendo el fin del cesarismo interno en los partidos políticos, pero cuando el PP se lanza a unas primarias abiertas, todos le reprochamos que parezca una jaula de grillos. Rechazamos la imagen del poder, pero a la vez nos hipnotiza. No hay quien nos entienda.

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