Un chalet en la sierra

Publicado en el Diari de Tarragona el 20 de mayo de 2018


Aunque las imágenes mentales que conservamos de nuestra infancia son frecuentemente neblinosas, tengo grabada en la memoria una tarde que viajaba en coche con mi padre cuando yo apenas era un chaval. Tuvimos que detenernos en un cruce y un imponente vehículo de superlujo se paró frente a nosotros. Lo conducía un hombre fornido de mediana edad, que nos saludó afectuosamente con la mano antes de continuar su camino. Por lo visto, se trataba de un viejo conocido de mi familia que se distinguió tiempo atrás como activista de extrema izquierda. Un día decidió montar una pequeña empresa y el negocio resultó tan lucrativo que terminó abandonando las barricadas para entregarse a una placentera vida burguesa en uno de los barrios más exclusivos de Euskadi. No pude evitar un gesto de perplejidad que fue respondido por mi padre con cierta sorna: “ahora es revolucionario no practicante”. 

En mi opinión, la aguda utilización analógica de esta última expresión (habitualmente reservada para aquellas personas que se identifican con un determinado credo en el plano teórico o emocional, pero no en su reverso práctico) evidencia esa sensación de desajuste que todos percibimos ante algunas desacomplejadas exhibiciones de lujo y ostentación por parte de quienes se habían caracterizado anteriormente por una mentalidad radicalmente anticapitalista, un dogma férreo e inamovible hasta que el destino les sonrió dilatando su capacidad adquisitiva. Este inmemorial debate ha vuelto a la palestra mediática al conocerse los detalles del casoplón que acaban de adquirir Pablo Iglesias e Irene Montero en la sierra de Guadarrama. ¿Es coherente el activismo revolucionario e igualitarista con el selecto y prohibitivo tren de vida de la pequeña burguesía? Sin duda, cada uno es absolutamente libre de residir donde le venga en gana, si obtiene honradamente el dinero con el que financiar ese deseo. Sin embargo, esta obviedad no excluye la procedencia de plantear algunas reflexiones. 


En primer lugar, asistimos al colapso de un discurso sobreactuado pero razonable. En efecto, Pablo Iglesias lleva años enviando a la hoguera mediática a aquellos políticos cuya actividad pública les ha permitido desbocar su nivel de vida hasta unas cotas impensables desde su posición anterior, una recriminación justa y fundamentada que reclama como peaje la ejemplaridad del denunciante. Recordemos, por ejemplo, la entrevista que el líder podemita ofreció en Antena3, donde declaraba que si ganase las elecciones le gustaría seguir viviendo en su piso de Vallecas. Ese alarde de sobriedad franciscana lo desplegó también en Telecinco, atizando sin piedad a “los políticos que viven en chalets”. Sorprendentemente, aquel tipo que llegó al Congreso enorgulleciéndose de vivir en una VPO, sólo ha necesitado una legislatura para acabar instalándose en una villa de casi trescientos metros cuadrados y amplio jardín con piscina privada y casa de invitados. 

Por otro lado, tenemos un segundo discurso que antes parecía discutible y hoy causa auténtico bochorno. Efectivamente, la decisión adoptada por nuestros protagonistas pone en cuestión el demagógico relato que su partido ha utilizado hasta la náusea, planteando una división social radicalmente maniquea que sólo permitía alinearse con “los de arriba o los de abajo”. Esta matraca populista venía habitualmente salpimentada con declaraciones que hoy provocan vergüenza ajena. Recordemos el contundente ataque del dirigente de Podemos contra Luis de Guindos cuando éste adquirió una nueva vivienda en La Moraleja: “¿Entregarías la política económica a quien se gasta 600.000€ en un ático de lujo?”, se preguntaba el diputado emergente en twitter. El sectarismo puede nublar el sentido común, pero sospecho que Pablo Iglesias lo va a tener difícil a partir de ahora para convencer a sus camaradas de que él sigue siendo uno de “los de abajo”. 

En tercer lugar, la peculiar pero frecuente evolución que lleva a un joven antisistema a adoptar los usos y costumbres que tanto detestaba (o al menos denunciaba) pone sobre el tapete un debate más profundo: ¿nuestras opiniones son fruto de un honesto proceso de maduración ética e intelectual, o una simple construcción mental para convertir en valores ideológicos la burda defensa de nuestros propios intereses? Ciertamente, resulta complicado encontrar ultraliberales entre los estratos más desfavorecidos de la sociedad, del mismo modo que habría que buscar con lupa un partidario de la abolición de la propiedad privada entre nuestras clases acomodadas. ¿Qué respaldo tendrían los partidos independentistas si Catalunya fuera una comunidad económicamente deprimida con un saldo neto positivo en el reparto de los fondos de solidaridad? Supongo que el mismo que el Partido Andalucista. Una cosa es amar apasionadamente la propia tierra y cultura, y otra muy diferente hacerse el harakiri. 


Personalmente considero estupendo que la gente se compre chalets despampanantes y que los políticos ganen un sueldo acorde con sus altas responsabilidades. Sin embargo, intuyo que gran parte del electorado podemita puede estar sufriendo un cortocircuito al observar el escaso sabor antisistema que rezuma el nuevo hogar de su vehemente camarada. Si al menos tuviera un grafiti junto al jardín japonés… En efecto, sorprende que el gran predicador de la sobriedad ejemplarizante, profeta local de José Múgica, azote de pijos y sermoneador profesional, decida de un día para otro que eso de la austeridad está muy bien pero que tampoco hay que exagerar. Somos esclavos de nuestras palabras. Sin embargo, creo que debemos ser comprensivos ante los inevitables efectos indeseados de la naturaleza humana: vivir como “la casta” tira mucho. Eso sí, alguien debería preguntar a Pablo Iglesias si todavía mantiene su opinión sobre el ático adquirido en su día por De Guindos, que aparentemente le inhabilitaba para ejercer tareas de gobierno, y que costó menos que el dichoso chalet en la sierra. Me imagino la respuesta: Pasapalabra.

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