El gran error del PNV

Publicado en el Diari de Tarragona el 27 de mayo de 2018


La reciente decisión jeltzale de respaldar los Presupuestos Generales del Estado ha levantado una fuerte polvareda política y mediática. Coincido con quienes consideran que los nacionalistas vascos han patinado en este asunto, aunque no comparto el diagnóstico mayoritario sobre cuál ha sido su error. Quizás convenga retrotraerse al pasado 26 de octubre para entender lo acontecido esta semana en el Congreso. 

Aquella jornada de otoño, entre las diez y las once de la mañana, el entonces President de la Generalitat llamó al Palacio de Ajuria Enea para hablar con Íñigo Urkullu: “Lehendakari, convocaré elecciones”. Tal y como reconocieron las partes implicadas, el PNV había mediado entre Carles Puigdemont y Mariano Rajoy para propiciar unos comicios que evitaran la suspensión de la autonomía catalana. Poco después, los sectores más radicales del independentismo (y algún tuitero con escaño) comenzaron una campaña de acoso y derribo, reprochando al antiguo alcalde de Girona que se plegara a la legalidad española. Todos recordamos las 155 monedas de plata. El teléfono de la residencia oficial del lehendakari volvió a sonar sobre las dos de la tarde: “tengo una rebelión, no puedo aguantar”. Luego llegó la pseudodeclaración de independencia, la intervención estatal de la Generalitat, la huida a Bélgica de algunos líderes soberanistas, el encarcelamiento de otros, etc. 

Aquel episodio se ha analizado habitualmente desde la perspectiva de los gobiernos catalán y español, lógicamente, dejando en un segundo plano los efectos de aquel volantazo en el ejecutivo mediador que se implicó hasta las cejas para lograr un acuerdo de mínimos. Es fácil imaginar la frustración que sintieron los dirigentes peneuvistas al comprobar cómo la presión de cuatro oportunistas sin perspectiva estratégica arruinaba una larga y trabajada labor de acercamiento institucional. “La próxima vez, que arbitre tu padre”, supongo que pensaría más de un negociador jeltzale. Pese a que la seriedad y solidez de algunos líderes independentistas quedó en entredicho desde aquel día, la tramitación de los presupuestos en la Carrera de San Jerónimo volvió a exigir un esfuerzo de confianza entre estas tres cúpulas dirigentes.


Gran parte de las estrategias desarrolladas últimamente por los partidos que han manejado el poder desde la Transición han tenido su razón de ser en un objetivo inconfesablemente compartido: frenar a Ciudadanos. Efectivamente, el bipartidismo español hace tiempo identificó a la formación naranja como su verdadero rival electoral, el nacionalismo vasco ha constatado que el único enemigo real para su autonomía fiscal es el nuevo partido neoliberal, y las fuerzas catalanistas temen desde hace meses que la llegada de Albert Rivera a la Moncloa jibarice su autogobierno. Combinando diversas informaciones publicadas recientemente, es fácil intuir que estos extraños compañeros de cama eran conscientes de que existía una hoja de ruta común que podría resultarles mutuamente beneficiosa. Aunque quizás nunca sepamos hasta qué punto se trataba de un acuerdo explícito, lo cierto es que este plan, transposición política del conocido chiste del dentista (¿verdad que no nos vamos a hacer daño?) exigía un esfuerzo colaborativo de las tres partes implicadas para llegar a buen puerto. Sólo así se entiende lo sucedido esta semana. 

Por un lado, con el fin de evitar un sorpasso naranja, el PP debía aprobar los presupuestos que desterraran unas elecciones anticipadas, y para ello contaría en las Cortes con los diputados peneuvistas. A cambio, éstos reclamarían (además del “peix al cove” de rigor) el levantamiento del artículo 155 en Catalunya. Este ultimátum serviría a los populares para justificase ante sus bases cuando propusiesen revocar la intervención de la Generalitat. Por su parte, los independentistas catalanes debían proponer un nuevo ejecutivo autonómico sin lastre judicial, lo que les devolvería el poder en la plaza de Sant Jaume e impediría el previsible tornado centralista derivado de un eventual triunfo de Ciudadanos a nivel estatal. Este regreso a la normalidad institucional, especialmente en una fase de recuperación económica, serviría al PNV para disculparse por su respaldo al PP, y permitiría que Rajoy defendiera su política de distensión frente al discurso incendiario y populista de Rivera. 


A pesar del inquietante precedente de octubre, en Sabin Etxea apostaron por esta hoja de ruta, comprometiéndose solemnemente a no respaldar los PGE hasta que concluyese la intervención de la Generalitat. Volvieron a confiar en unos interlocutores independentistas que les previnieron sobre unas semanas de choque gestual y simbólico con la Moncloa, pero que también les aseguraron que este postureo concluiría a tiempo para levantar el 155 y aprobar los presupuestos. “Tranquilos, habrá Govern”. El plan parecía perfecto pero el President Torra, siguiendo instrucciones de Berlín y en contra del criterio de relevantes sectores del soberanismo, diseñó finalmente un ejecutivo manifiestamente inviable que imposibilitó cerrar el círculo, manteniendo la Generalitat intervenida y colocando a los jeltzales en una posición de ridículo absoluto. Parece que al PNV le cuesta comprender que Carles Puigdemont es un actor político escasamente fiable, cuyas decisiones responden fundamentalmente a sus propios intereses, y que navega por libre en medio de un magma soberanista estratégicamente fraccionado y orgánicamente desestructurado. 

La táctica independentista de tensionar el tablero político y social hasta el infinito ha estado a punto de provocar la voladura de la legislatura, con el consiguiente adelanto electoral. Según los últimos sondeos, si hoy se celebrasen comicios generales, Ciudadanos y PP sumarían mayoría absoluta. ¿Es esto lo que busca el sanedrín berlinés? Parece que sí. Cuanto peor, mejor. Personalmente creo que el PNV acertó respaldando los presupuestos, pero se equivocó estrepitosamente cuando volvió a ponerse en manos de quien ha perdido el sentido de la realidad. Sospecho que no volverá a ocurrir.

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