Incel Revolution

Publicado en el Diari de Tarragona el 13 de mayo de 2018


El pasado 23 de abril un joven canadiense embistió con una furgoneta de alquiler a los viandantes que paseaban por la concurrida Yonge Street de Toronto. Tras acabar con la vida de diez peatones y dejar gravemente heridos a muchos más, un policía logró detenerlo sin disparar un solo tiro. Nada más conocer la identidad del asesino, Alek Minassian, la opinión pública asumió que nos encontrábamos ante un nuevo atentado terrorista. Grave error. Estos días hemos descubierto el oscuro trasfondo que se ocultaba tras la masacre. 

Los investigadores encargados del caso pronto descubrieron que este estudiante introvertido de origen armenio pertenecía a un extraño grupo surgido en internet, un ámbito prácticamente anónimo donde esta pseudosecta puede ocultarse y difundirse al mismo tiempo. Se trata del movimiento “incel” (Involuntary Celibate), un nutrido colectivo formado por cuarenta mil varones con una curiosa característica en común: su escaso éxito sexual. Efectivamente, el factor que une a este club virtual es que todos ellos han sido sistemáticamente rechazados por las sucesivas chicas de sus sueños, un desengaño que en ocasiones reviste perfiles de trágico romanticismo (ya saben, el corazón destrozado que se desangra tras el abandono) aunque en la mayor parte de los casos se trate de simple frustración fisiológica (aquí no hay quien folle). 

Sin duda, nos encontramos ante un fenómeno que en condiciones normales podría provocar compasión o incluso ternura, si no fuese por la enfermiza actitud con la que estos tipos afrontan su situación. En vez de utilizar esta plataforma para reconstruir autoestimas devastadas, sublimar soledades no buscadas, o incluso pulir sus poco exitosas dotes de seducción, sus miembros se dedican a retroalimentar una agresividad brutal y descarnada contra las mujeres en general (apodadas “stacys”) y contra los hombres sexualmente exitosos (conocidos como “chads”). Por poner un ejemplo, este movimiento misógino organiza debates con títulos tan sugerentes como “Razones por las que las mujeres encarnan el mal”. 

Este aquelarre de salidos despechados sólo sería una muestra más de la curiosa fauna que habita las redes sociales si sus desvaríos no hubiesen traspasado ya los límites de la realidad virtual. En efecto, la matanza de Alek Minassian no es la primera carnicería atribuida a la “Revolución Incel”, como ellos mismos definen su demencia. Hace cuatro años, cerca del campus de la Universidad de California, un joven perteneciente a una adinerada familia vinculada al mundo del cine asesinó a seis personas por idénticos motivos. Elliot Rodger, a quien sus perturbados seguidores denominan “el caballero supremo”, terminó volándose la tapa de los sesos al volante de su BMW en Santa Bárbara, tras grabar un vídeo donde explicaba la frustración que le provocaba su virginidad. En mi opinión, son tres las causas que podrían alimentar estos inquietantes sucesos.


Para empezar, resulta patente que importantes sectores de la juventud occidental están reactivando actitudes machistas que todos creíamos superadas hace ya décadas. Basta con escuchar las letras de algunas canciones de moda para intuir que aún queda mucho por avanzar hacia un modelo de relación sentimental respetuoso con la individualidad y la autonomía de la mujer. Tampoco son positivos los repetidos informes que alertan sobre la creciente afición de muchos adolescentes por controlar todos los aspectos de la vida de su pareja: dónde suele ir a solas, con quién está en cada momento, a quién conoce fuera del círculo habitual, cuáles son sus rutinas, etc. La cosificación de la otra persona como bien de posesión y consumo avanza de forma imparable. 

En segundo lugar, el descomunal poder de difusión de internet permite que cualquier energúmeno tenga a su disposición un altavoz gratuito e instantáneo para expandir ilimitadamente sus majaderías. Ya no se requiere ostentar un mínimo prestigio profesional o atesorar un poder extraordinario para llegar hasta el último rincón del planeta. Basta con tener un smartphone y conexión a la red para disfrutar de una repercusión potencial de alcance infinitamente mayor que cualquier eminencia académica, política o religiosa de hace apenas unos años. La red es esencialmente un vehículo neutro de difusión colosal, y por tanto multiplica con tanta eficacia la sabiduría como la estupidez, lo saludable como lo pernicioso. 

Por último, la agresividad con que los “incels” reaccionan ante su paupérrima vida amorosa es sólo un nuevo síntoma de una disfunción psicológica que aqueja a un importante sector de las nuevas generaciones: la intolerancia a la frustración. Efectivamente, entre los numerosos errores que estamos cometiendo los padres de las últimas décadas, uno de los más graves probablemente sea la tendencia a evitar a nuestros hijos cualquier sensación de fracaso, un sentimiento que sin duda jalona la vida de cualquier adulto. Al igual que un correcto desarrollo del sistema inmunitario exige el contacto con virus y bacterias durante la infancia, la maduración mental de un ser humano requiere afrontar desilusiones y contrariedades desde edades tempranas. En este sentido, un joven habituado a la satisfacción de todos sus deseos carece de los recursos internos necesarios para reaccionar de forma serena y constructiva a los reveses consustanciales a una existencia corriente.


Todos hemos visto las imágenes de la detención de Alek Minassian, suplicando al agente de policía que le matase allí mismo. Su infierno interior le impedía seguir viviendo. Sin duda nos encontramos ante casos patológicos que no pueden extrapolarse, pero que muestran algunas pulsiones generacionales que deberían invitarnos a la reflexión: cuidado con determinadas manifestaciones de dominio en las parejas jóvenes, cuidado con las crecientes abducciones virtuales entre nuestros adolescentes, y cuidado con los métodos pedagógicos que convierten a nuestros hijos en individuos indefensos ante la frustración.

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