La intermitencia de un drama continuo

Publicado en el Diari de Tarragona el 4 de marzo de 2018

El silencio, que tanto nos gusta a algunos, provoca con frecuencia percepciones engañosas. Por ejemplo, la escasez de noticias sobre Siria ha podido hacernos creer que la masacre por fin había concluido, que los tanques habían dejado de rugir, y que los muertos ya no se amontonaban en las calles. Pero sólo era una ilusión anestésica. Efectivamente, como si se tratara de una pesadilla recurrente que nos desvela esporádicamente por motivos insondables, esta tragedia aparece y desaparece de nuestros televisores por un designio desconocido. Lamentablemente, el conflicto armado no ha cesado en ningún momento, los bombardeos se repiten con cruenta monotonía, y los civiles mueren por millares sin que nadie parezca saber cómo detener una sangría (tan lejana, tan cercana) que debería llenarnos de vergüenza cada mañana. 

Por lo visto, el inquilino de algún despacho enmoquetado ha decidido que esta matanza ha recuperado el atractivo suficiente para abrir telediarios y llenar portadas, aunque hace unas semanas apenas servía para cuadrar la paginación de los periódicos y el minutaje de los informativos. Hoy todo es diferente, pese a que la guerra es la misma, los actores no han cambiado, el éxodo mantiene sus flujos, y los cadáveres se acumulan a parecida velocidad. Supongo que algún sesudo analista de audiencias habrá estudiado la evolución del share, llegando a la conclusión de que el cuerpo desmembrado cotiza últimamente al alza en el mercado publicitario. Hasta que cambie la tendencia. No me pregunten por qué.


En cualquier caso, llevamos casi siete años de conflicto en Siria y aún no conseguimos hacernos una composición de lugar sobre lo que sucede en aquellas tierras. Todas las guerras son un caos, pero ésta resulta especialmente intrincada. Por un lado encontramos al gobierno de Bashar Háfez al-Ásad, que últimamente centra sus embestidas contra los insurgentes en Ghouta Oriental. La disidencia de este enclave, próximo a la capital del país, se halla fraccionada en diferentes grupos que no sólo combaten a Damasco, sino también entre sí: en el este tenemos a Ahrar Al Sham (una veterana milicia opositora), en el norte a Yeish Al Islam (un grupo salafista patrocinado por Arabia Saudí) y en el sur a Failaq Al Rahmanen (una organización vinculada a los Hermanos Musulmanes). 

También hay otras fuerzas locales, como los guerreros de Hashem al Sheikh (relacionados con Al Qaeda), quienes recientemente lograron derribar uno de los aviones rusos que combaten al lado de al-Ásad. Además, el sátrapa sirio cuenta con los sesenta mil soldados enviados por Teherán, un apoyo que muchos relacionan con el conflicto particular que enfrenta al régimen de los ayatolás con Tel Aviv. De hecho, hace unas semanas la poderosa maquinaria bélica de Israel interceptó un dron procedente de un acuartelamiento iraní cercano a Palmira, lo que animó a las baterías de Hasán Rouhaní a derribar un caza F-16 hebreo. Pero la cosa no acaba aquí, porque las tropas israelíes han respondido al ataque bombardeando fábricas y convoyes de las milicias chiíes de Hizbulah, que también ayudan a Damasco desde sus bases en el Líbano. 

Por su fuera poco, Estados Unidos está respaldando con tropas y armamento pesado a los kurdos en el norte del país, pues Washington recela de la creciente influencia de Irán en la zona. Hace apenas unos días, las fuerzas norteamericanas bombardearon a soldados partidarios de al-Ásad en las inmediaciones de Deir al Zur, matando a más de cien mercenarios rusos. Para colmo, los kurdos están aprovechando la prodigalidad del Pentágono para saldar cuentas con Turquía (el mes pasado utilizaron armamento estadounidense para derribar un helicóptero de Ankara), poniendo en grave peligro los complejos equilibrios en el seno de la OTAN, donde los gobiernos de Trump y Erdoğan son presuntos aliados. 


Cualquiera diría que no es posible imaginar un panorama más alambicado. Pues lo es. Acabamos de conocer un informe de la ONU que acusa a Kim Jong Un de suministrar a Siria la tecnología y los medios para fabricar las armas químicas que lleva utilizando desde hace años. Por lo visto, a pesar de las severas sanciones impuestas a Pyongyang, el gobierno norcoreano ha decidido hacer negocio en esta guerra para financiar su programa nuclear. En definitiva, el conflicto sirio se está convirtiendo en una nueva guerra mundial, aunque de hecho se juegue sobre un pequeño tapete. 

Sin duda, esta olla a presión corre grave riesgo de explotar y expandirse por todo el planeta, aunque de momento sólo se trata de un riesgo potencial. Sin embargo, existe otro drama efectivo y palpable que un viejo proverbio africano describe con agudeza: “cuando los elefantes luchan, es la hierba la que sufre”. Desde febrero de 2011 la guerra de Siria ha provocado más de cuatrocientos mil muertos, muchos de ellos niños, un número incontable de heridos, once millones de desplazados, familias desgarradas, hogares desaparecidos, trayectorias vitales truncadas… Sólo esta semana han sido masacradas más de quinientas personas, doscientas de ellas menores. Ni siquiera se respetan los corredores humanitarios, tal y como hemos podido comprobar hace apenas unos días. 


Pero no se inquieten. Es probable que algún sesudo analista de audiencias, tras estudiar los nuevos gráficos del share, recomiende que estas víctimas dejen de abrir telediarios y llenar portadas durante algún tiempo. Hasta que cambie la tendencia. Volveremos a cenar tranquilos ante el televisor, creyendo (o queriendo creer) que la masacre por fin ha concluido, que los tanques han dejado de rugir, y que los muertos ya no se amontonan en las calles. Pero sólo será, de nuevo, una ilusión anestésica.

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