Aguardando el colapso

Publicado en el Diari de Tarragona el 11 de marzo de 2018


Las garras de la relatividad son tan poderosas que mediatizan e incluso determinan la forma en que observamos y valoramos las obras de arte. Y no me estoy refiriendo a esas patochadas que los responsables de Arco intentan vendernos como hitos de la cultura contemporánea, sino a aquellas modestas joyas de la arquitectura o la escultura cuyo brillo apenas resulta perceptible por la proximidad de obras maestras de la genialidad humana. 

Por explicarlo de un modo gráfico, seguro que todos hemos tenido alguna vez la mala suerte de visitar un lugar que podría ser descrito como un auténtico páramo artístico y monumental. En este tipo de destinos, por norma general, cualquier cosa que se sostenga en pie suele considerarse visitable por el simple motivo de que no hay absolutamente nada más que ver. Sin embargo, en el otro extremo, por ejemplo, cuando recorremos con calma determinadas regiones italianas, resulta imposible no asombrarse ante la sobreabundancia de maravillas que jalonan nuestro recorrido. A la vuelta de cualquier curva, al otro lado de cualquier colina, al final de cualquier sendero, es habitual toparse de forma imprevista con iglesias, palacios o monasterios que serían patrimonio nacional en cualquier otro país, pero que en aquellas tierras ni siquiera aparecen en las guías. Son invisibles ante el exuberante resplandor de las cumbres artísticas que podemos encontrar en su entorno próximo. 

Este fenómeno, triste pero inevitable, también ocurre en Tarragona. Lo espectacular tapa a lo magnífico. Efectivamente, nuestra capital puede enorgullecerse de contar con un legado romano que pocas ciudades europeas atesoran: unas murallas colosales, un anfiteatro bellísimo, un circo formidable, un acueducto imponente, una necrópolis única… Sin embargo, la enorme sombra que proyecta este grandioso conjunto, declarado "Patrimonio de la Humanidad" por la UNESCO el 30 de noviembre del 2000, provoca el oscurecimiento de otra joya que suele ser injustamente ninguneada: la Tarragona medieval. Cuántas capitales del mundo pagarían cualquier precio por disfrutar de nuestra Part Alta. 


No hace falta pensar en el Met Cloisters neoyorquino. Los propios barceloneses se darían con un canto en los dientes por algunas maravillas que se ocultan dentro de nuestras murallas, al menos aquellos que conocen la controvertida gestación de su afamado Barri Gòtic. Por lo visto, tal y como se desprende de los estudios de Agustín Cócola, una parte significativa de los monumentos presuntamente góticos que inundan la Ciutat Vella son fruto de reformas realizadas en pleno siglo XX. El profesor Joan Ganau es taxativo al afirmar que en aquellas fechas "la existencia o no de edificios góticos era secundaria. Lo imprescindible era dar una pátina de uniformidad gótica a todo el conjunto". El Palacio Pignatelli, el Museo de Historia de la Casa Padellás, el Palacio Berenguer, algunas construcciones de la Plaça del Rei, todo el exterior de la Catedral (fachada, torres y cimborrio)… Efectivamente, en aquella época la fiebre medievalista contagió a las clases altas barcelonesas, quienes trazaron un plan para embellecer su casco antiguo con dudosas reconstrucciones y pastiches neogóticos. Incluso el famoso Pont del Bisbe que une el Palau de la Generalitat y la Casa dels Canonges, donde todos los guiris se hacen la foto de rigor, ni siquiera existía la primera vez que mi abuelo visitó la Ciudad Condal. El propio Le Corbusier criticó con dureza estas ocurrencias flamígeras tras visitar Barcelona a principios de los años treinta. 

En cualquier caso, mientras los responsables capitalinos cuidan con mimo su gothiclandia para regocijo de japoneses y rusos, en Tarragona tenemos auténticas maravillas del medievo tapadas con lonas. Y eso cuando el viento no las arranca, como sucedió hace un par de semanas, dejando todas nuestras vergüenzas colectivas a la vista de propios y extraños. Efectivamente, me estoy refiriendo a Ca l’Ardiaca. 

Por mucho que nos pese, resulta difícil imaginar otra ciudad que aceptase la bochornosa devaluación de uno de sus entornos más icónicos, el Pla de la Seu, con semejante pasividad y durante tantos años. La antigua casa del arcediano catedralicio, iniciada a mediados del siglo XII sobre la escalinata romana que conducía al templo de Augusto, y que fue ennoblecida con diversos elementos góticos durante el siglo XIV, amenaza ruina desde hace bastantes años. Su presunto destino era convertirse en un hotel de lujo, gracias a una arquitectura magnífica y una situación privilegiada. En su entorno podemos encontrar la propia Catedral Metropolitana, la Casa Balcells, el Hospital Vell de Santa Tecla, la Antiga Casa del Degà, el viejo Ajuntament… Sin embargo, un interminable e incomprensible sainete judicial y empresarial parece haber dado al traste con dicho objetivo. 


Actualmente resulta difícil ascender el carrer Major hasta los soportales de la calle Mercería y no sobrecogerse ante la deprimente visión del entramado metálico que sujeta a duras penas su fachada. ¿A qué están esperando las autoridades locales para zanjar esta vergüenza? Está en juego la seguridad de los ciudadanos, la conservación de nuestro patrimonio monumental, y la buena imagen de la ciudad. Si Dios no lo remedia, cualquier día despertaremos con la noticia del derrumbamiento de este bello palacio, una eventualidad que parecería inimaginable si no conservásemos en la memoria el colapso de la Casa Foixà sobre la entrada del Conservatori en la cercana calle Cavallers (un desastre que habría supuesto una sangrienta tragedia si no hubiésemos tenido la suerte –sí, exclusivamente la suerte- de haberse producido de madrugada). Ha llegado el momento de ser resolutivos, pero no el próximo año, ni el próximo mes. Ni siquiera podemos esperar a la semana que viene. Quizás mañana sea demasiado tarde.

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