El termómetro legislativo

Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de marzo de 2018


Millones de ciudadanos corrientes quedamos conmocionados el pasado domingo tras confirmarse la muerte del pequeño Gabriel. En mi caso, conocí las circunstancias del terrible desenlace mientras mantenía una distendida conversación en una cafetería de la calle Dato gasteiztarra. De pronto percibí que todos los presentes estaban observando atentamente el televisor del establecimiento con gesto desencajado. Miré hacia la pantalla y sentí esa mezcla de dolor y rabia que todos hemos compartido estos días, al desentrañarse una tragedia que ha sacudido los cimientos afectivos de todo un país. Ni siquiera los malos augurios que rodeaban el caso desde hace varios días han conseguido menguar el impacto final de una noticia estremecedora. 

La casualidad ha querido que estos luctuosos acontecimientos se solapen con un debate legislativo en el que resulta sencillo enfangarse con soflamas populistas, una coincidencia que dificulta abordar la cuestión con la deseable frialdad. Apenas han transcurrido tres años desde que Mariano Rajoy lograra aprobar la implantación de la prisión permanente revisable, una pena orientada a delincuentes especialmente sanguinarios y propensos a la reincidencia: terroristas, asesinos en serie, infanticidas, etc. La lista es cerrada y su aplicación tan restringida que desde su entrada en vigor sólo se ha impuesto en una ocasión, concretamente a un parricida que drogó a sus hijas de 4 y 9 años para mantenerlas inmovilizadas mientras las degollaba con una radial eléctrica. 

El objetivo fundamental de esta norma es desterrar la antigua obligatoriedad de liberar a criminales especialmente peligrosos aunque existiera la convicción fundada de que volverían a delinquir nada más cruzar la puerta de la prisión. A nivel teórico suele considerarse que la condena penal debe responder a tres finalidades principales: disuasión (desmotivar al delincuente con la amenaza de la cárcel), prevención (apartarlo de la calle para evitar que cause más perjuicios a sus conciudadanos) y reinserción (poner los medios para favorecer su adecuado reingreso en la sociedad). El presunto incumplimiento de este último objetivo es el argumento habitual de quienes rechazan esta figura jurídica. La posibilidad de que el reo jamás salga de la cárcel, argumentan, excluye una de las finalidades esenciales de la pena. 


El aparente éxito de este tipo de discursos trae a mi memoria las magníficas clases del desaparecido Angel d'Ors en la facultad de Filosofía, cuando nos transmitía la trascendencia práctica de las reglas de la lógica teórica en la elaboración de silogismos. Efectivamente, hemos asistido a la utilización impúdica de los argumentos que descalifican la cadena perpetua pura y dura, trasladándolos a otra figura sensiblemente diferente: una se conceptualiza sobre una reclusión definitiva por definición, mientras la otra se orienta a un encierro temporal, salvo que resulte acreditada la peligrosidad de una inminente liberación. De hecho, no es sólo que la prisión permanente revisable no excluya la reinserción del reo, sino que incluso puede ser mucho más eficaz en este sentido que el sistema anterior. Y me explico. 

Un condenado que se enfrenta a una pena tasada carece del menor aliciente para reformarse, puesto que saldrá inexorablemente de prisión cuando se cumpla el plazo previsto al margen de su evolución personal. Mensaje de fondo: “da igual lo que hagas porque vas a salir en cualquier caso”. Sin embargo, si un criminal es condenado a prisión permanente revisable, tiene ante sí una motivación poderosísima para interiorizar la necesidad de reeducarse, pues sabe que de lo contrario puede acabar sus días entre rejas. Mensaje de fondo: “si no cambias te pudrirás a la sombra”. ¿Qué modelo tiene visos de ser más eficaz en orden a la reinserción? 

Por otro lado, llama la atención el desparpajo con el que algunos políticos y opinadores autóctonos tachan esta medida de retrógada, autoritaria o medieval, cuando la mayor parte de los países avanzados la acogen en sus ordenamientos sin ningún tipo de complejos: Francia, Italia, Reino Unido, Alemania, Bélgica, Noruega, Suecia… Como siempre, los españoles arrogándose una misteriosa autoridad moral para dar lecciones de democracia y derechos humanos al resto del mundo. Eso sí, muchas de estas naciones prevén plazos sensiblemente más cortos para valorar la posible excarcelación del reo, una reforma que probablemente sería también razonable en nuestro caso. 


Lamentablemente, el macabro asesinato de Gabriel ha irrumpido en medio de este debate, convirtiendo una discusión eminentemente jurídica en una auténtica pelea de barro. En este contexto encontramos actitudes poco edificantes como la del portavoz parlamentario del PP, Rafael Hernando, quien no dudó en utilizar políticamente el dolor generado por este crimen. Algo parecido podría decirse sobre el tuit de Santiago Abascal, líder de Vox, cuya incendiaria retórica provocará algún día una desgracia: “Descanse en Paz, Gabriel. Este tipo de crímenes horrendos sólo merecen la cadena perpetua, como mínimo. Y somos generosos. Ni revisable ni leches. A la cárcel TODA su vida”. Tampoco ha estado muy fino el peneuvista Aitor Esteban, en el extremo contrario, un tipo habitualmente sensato y juicioso, al argumentar su oposición a esta pena porque “no ha logrado salvar la vida de Gabriel Cruz ni Diana Quer”: por esa regla de tres, la próxima vez que dos vehículos choquen en un cruce debería proponer la retirada de los semáforos porque no evitaron el accidente. 

Corren malos tiempos para el debate sereno, y las discusiones en caliente suelen ser malas consejeras. No podemos construir un modelo penal apelando a los bajos instintos y al deseo de venganza. Sin embargo, dudo que los criminales nos hagan caso si les pedimos un pequeño paréntesis en sus actividades cotidianas mientras decidimos qué hacer con ellos: “¿Podríais dejar de matar y violar durante un par de semanas? Es que estamos debatiendo”. Me temo que no habrá más remedio que legislar al margen de la temperatura ambiental.

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