La comunidad desinformativa

Publicado en el Diari de Tarragona el 25 de marzo de 2018


Las elecciones rusas del pasado fin de semana arrojaron un resultado aún más abultado del que auguraban las encuestas. Vladimir Putin arrasó en las urnas con una descomunal ventaja sobre sus adversarios, obteniendo más del setenta y cinco por ciento de los votos. Jamás había logrado un triunfo tan demoledor, pese a que lleva casi dos décadas comandando con mano de hierro el mayor país del mundo de forma prácticamente ininterrumpida. Durante una legislatura, por imperativo constitucional, tuvo que conformarse con ser sólo primer ministro, un inconveniente que sorteó sin problemas colocando en la presidencia a su hombre de paja Dmitri Medvédev. Las dudas sobre la calidad democrática del régimen son enormes y las sospechas de corrupción crecientes, pero nadie le hace sombra al nuevo zar de todas las Rusias. 

Las dos décadas que este exagente del KGB lleva al frente del gobierno se han caracterizado por una violencia política extrema, habitualmente padecida por los enemigos del Kremlin, aunque jamás podremos conocer su implicación efectiva en estos crímenes: Vladímir Golovliov, miembro del partido opositor Rusia Liberal, apareció asesinado en Moscú en agosto de 2002; dos meses después, el político Valentín Tsvetkov caía abatido por el certero disparo de un asesino a sueldo; en similares circunstancias perdió la vida un año después Serguéi Yushenkov, también militante de Rusia Liberal; unos meses más tarde moría envenenado Yuri Shchekochijin, periodista del diario opositor Nóvaya Gazeta, especializado en airear la corrupción gubernamental; en 2004 fallecía el conocido editor Paul Klébnikov, tiroteado desde un coche en marcha; en septiembre de 2006 caía bajo las balas Andréi Kozlov, máximo responsable del órgano regulador que perseguía el lavado de dinero desde el Banco Central de Rusia; la periodista de investigación Anna Politkóvskaya, enemiga número uno de Putin, perecía acribillada unas semanas después en el centro moscovita a manos de un mercenario, precisamente durante el cumpleaños del Presidente; un mes más tarde, el exagente Alexánder Litvinenko, crítico con el gobierno ruso, fue envenenado con polonio 210 en su refugio británico; ya en 2009, la defensora de los derechos humanos Natalia Estemírova fue secuestrada en extrañas circunstancias; el oligarca Boris Berezovski, soporte financiero de la resistencia política rusa, apareció estrangulado en su residencia londinense en marzo de 2013; dos años después, un sicario acabó con la vida del político opositor Boris Nemtsov cerca de la Plaza Roja; hace apenas unas semanas, el agente Serguéi Skripal y su hija Yulia fueron envenenados con gas nervioso en un centro comercial de Salisbury… Al lado de esta trama, las novelas de John le Carré parecen la Casa de la Pradera. 


Al margen de quién se encuentre detrás de estos sucesos, cuando alguien vence por abultadísima goleada resulta difícil evitar las sospechas sobre una mano negra. Da lo mismo que hablemos del España-Malta que de la victoria a la búlgara de Putin. El candidato del Partido Comunista de Rusia, Pável Grudinin, ha llegado a afirmar que los comicios del pasado domingo fueron los "más sucios" en la historia de Rusia, mientras el conocido ajedrecista y activista opositor Garri Kaspárov ha calificado el proceso electoral de "farsa". Por su parte, la máxima responsable de los observadores de la Asamblea Parlamentaria de la OSCE, Marietta Tidei, ha denunciado que los medios oficiales no dieron voz a los votantes opuestos al jefe del Kremlin. Paralelamente, el director de la Oficina para las Instituciones Democráticas y Derechos Humanos del mismo organismo, Michael Georg Link, ha declarado que “los candidatos pudieron llevar a cabo con libertad su campaña, pero la cobertura informativa de la campaña del actual presidente derivó en una competición injusta". 

En efecto, la libertad formal para presentarse a unas elecciones puede convertirse en un barniz meramente estético si la información que llega a los ciudadanos está viciada o mediatizada. De hecho, son muchos los focos internacionales que apuntan al gobierno que preside Vladimir Putin, acusándolo de ser el mayor creador y difusor de fake news de todo el planeta. En caso de ser ciertas las denuncias que le atribuyen la autoría de las campañas virales que lograron el triunfo del Brexit o la elección de Donald Trump, sería lógico pensar que estas siniestras fuentes utilizarían artimañanas semejantes para garantizar sus objetivos domésticos. Sin embargo, el intento actualmente generalizado de atribuir a oscuras conspiraciones la responsabilidad absoluta por la desinformación que nos invade podría constituir un nuevo y paradójico ejercicio de desinformación. 

Cualquier usuario habitual de las redes sociales puede confirmar que la frecuencia con que recibe noticias manifiestamente falsas se está multiplicando de forma exponencial. Internet está infestada de webs presuntamente periodísticas que se han especializado en la calumnia hacia el adversario ideológico: páginas o cuentas antiindependentistas, antiunionistas, anticlericales, antipodemitas, antipeperas… No me estoy refiriendo a fuentes que difunden opiniones o acusaciones con escaso fundamento, sino a auténticas maquinarias propagandísticas que sistemáticamente afirman hechos objetivamente falsos a sabiendas: datos ficticios, declaraciones inexistentes, biografías adulteradas, etc. Lo más preocupante de esta bazofia desinformativa no es su mera existencia, sino la generosa colaboración que recibe de amplios sectores de la comunidad virtual. Cualquier bulo que refuerce la propia posición ideológica es asumido como verdadero y rebotado de forma mecánica. 


La responsabilidad sobre este fenómeno de los creadores de las fake news es enorme, pero no mayor que la de aquellos que las difunden sin hacer el menor esfuerzo por verificar su veracidad (no vaya a resultar que sean falsas): que la realidad no nos estropee un buen puyazo. Dejemos de señalar hacia arriba y examinemos nuestros hábitos en las redes sociales. Por mucha desinformación que algunos intenten generar, su eficacia sería nula si todos nos comprometiésemos a verificar aquello que difundimos. Seamos honestos, seamos justos, seamos responsables.

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