Un partido de dobles

Publicado en el Diari de Tarragona el 25 de febrero de 2018 


Por enésima vez, la controversia sobre el modelo lingüístico en las escuelas catalanas ha vuelto colocarse sobre el tapete de la actualidad política. Y digo política intencionadamente, puesto que esta polémica tiene mucho más de ideológica que de educativa. Sorprende la recurrencia de esta discusión, cuando la inmensa mayoría de familias (salvo las inevitables excepciones que anteponen su idea de patria, sea cual sea, a los verdaderos intereses de las nuevas generaciones) coincidimos en que este debate debería orientarse exclusivamente a garantizar que el alumnado concluya su etapa escolar dominando el catalán, el castellano y el inglés. Todo lo demás son ganas de enredar. 

Vaya por delante que, en mi opinión, la propuesta de crear en nuestros colegios dos líneas separadas idiomáticamente me parece un auténtico disparate. Es cierto que en el País Vasco y Navarra este modelo discurre sin mayores problemas, pero no debemos olvidar que la vinculación euskera/castellano no tiene nada que ver con la proximidad catalán/castellano. La escuela vasca tiene el complicado reto de implementar dos lenguas cooficiales que necesariamente se aprenden de forma estanca (no tienen la menor conexión, más allá de escribirse con el alfabeto latino) mientras en Catalunya cohabitan dos idiomas cuya interiorización disfruta de enormes y sustanciales sinergias a nivel léxico y gramatical. Por ejemplificarlo de forma sencilla, un salmantino que se instala en Tarragona puede familiarizarse con el catalán sin dificultad ni esfuerzo en apenas unos meses, mientras que si se traslada a Donosti puede terminar allí sus días sin saber construir una sola frase en euskera. 

En cualquier caso, la clase política de uno y otro signo no pierde la menor oportunidad para convertir este debate pedagógico en una cuestión de vida o muerte sentimental, cada uno desde su propia identidad, pese a tratarse de un asunto que debería ser perfectamente analizable sin necesidad de perder los nervios. Nos encontramos ante uno de esos temas, como tanto otros, donde nuestros dirigentes asumen a pies juntillas el concepto de política definido cáusticamente por Groucho Marx: “es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. 

Así, por ejemplo, el españolismo emergente defiende que el modelo de inmersión lingüística pone al castellano en peligro de supervivencia en Catalunya, sin aportar la menor prueba que sustente dicha afirmación. De hecho, las diferentes evaluaciones al respecto que se realizan de forma homologada en toda España parecen indicar todo lo contrario. Pero eso da igual para aquellos partidos que han decido explotar descaradamente el conflicto catalán para emborracharse de votos en el resto de circunscripciones. En el fondo, esta estrategia es la misma que utiliza Albert Rivera cuando demoniza el concierto económico vasco: los incontables réditos electorales que le reporta a Ciudadanos en el resto de España compensan ampliamente los cero diputados de la formación naranja en el Parlamento Vasco (cero patatero, que diría Aznar). 

Paralelamente, los estrategas del catalanismo más visceral han bajado del Sinaí con unas tablas donde se dice que el catalán debe ser la lengua vehicular en nuestras escuelas de forma monopolística. No caben excepciones ni matices, pese a que sus principales dirigentes inscriben a sus hijos en colegios privados donde este modelo no se aplica. La explotación impúdica de esta paranoia idiomática explica por qué hace unos años las calles se llenaron de manifestantes indignados ante la posibilidad de que los planes de estudio incluyeran una tercera hora semanal de castellano, una propuesta que fue definida por el talibanismo lingüístico como un ataque frontal contra la cultura catalana. ¿De verdad alguien en su sano juicio cree que tres horas entre cuarenta ponen en peligro el aprendizaje del catalán? 

Si realizamos un análisis cronológico sobre los momentos en que este debate ha rebrotado, no es difícil encontrar el motivo electoral que ha alimentado la polémica en cada ocasión. A mi juicio, el sorpresivo globo sonda que acaba de lanzar el PP sobre la posibilidad de duplicar líneas idiomáticas en nuestras escuelas tiene su causa fundamental en el repentino auge de Ciudadanos, comprobado empíricamente el pasado 21D a escala autonómica, e intuido demoscópicamente en las recientes encuestas que colocan al partido naranja por delante de los populares a nivel estatal. 

Efectivamente, vivimos tiempos de ardor patriótico retroalimentado entre el españolismo centralista y el catalanismo independentista (si entrásemos en la disputa sobre quién golpeó primero, acabaríamos enredados en una discusión bizantina sobre el huevo y la gallina). En mi opinión, la clave de esta espiral identitaria se encuentra en el hecho de que estamos asistiendo a un partido de dobles: un equipo está formado por PP y Ciudadanos, y el otro por ERC y PDeCAT (la CUP afecta a la mayoría parlamentaria, pero apenas al relato político). Ambos conjuntos mantienen internamente una relación muy similar, que les impide asumir un planteamiento posibilista ante el riesgo de ser tachados de traidores por sus teóricos compañeros. 

Supongo que todos conocemos a militantes de estas formaciones que reconocen en privado la necesidad de iniciar una nueva etapa con realismo y mentalidad constructiva, pero sus dirigentes sufren de cerca la estrecha vigilancia del partido hermano, convertido ahora en ayatolá de las esencias patrias (no por convicción, sino porque su supervivencia política depende de ello). Me temo que el miedo a sufrir la sharia electoral en carne propia, fruto de una desconfianza brutal entre presuntos aliados, cronificará esta fiebre sentimental en ambos terrenos de juego. ¿Alguna salida? A corto plazo, improbable.

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