Despertar a la bestia

Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de febrero de 2018


El diario El País ha publicado esta semana una nueva encuesta sobre intención de voto a nivel estatal. Aunque este tipo de estimaciones resultan más relevantes cuando se atisban unos comicios en el horizonte, los resultados de este informe tienen por sí mismos un valor tendencial indudable. Según los expertos de Metroscopia, si hoy se celebrasen unas elecciones generales, el partido más votado sería Ciudadanos (28,3%), seguido de lejos por el PP (21,9%), con el PSOE cayendo a la tercera posición (20,1%) y Podemos cerrando la lista de grandes formaciones (16,8%). Según el análisis comparativo con estudios anteriores, parece evidente que el gran caudal de voto que ha permitido al partido naranja subir a lo alto del podio procede fundamentalmente del caladero popular. ¿Qué ha sucedido últimamente para que Albert Rivera se ponga a la cabeza de la carrera electoral? Hay varias teorías.

En primer lugar, hay quien defiende que el repentino auge de Ciudadanos se debe a la ciénaga de corrupción en la que chapotea la formación liderada por Rajoy. Se trata de un factor relevante, sin duda, pero cuesta atribuir a este fenómeno concreto la causa fundamental del trasvase de votos. Por un lado, la época de mayor fustigamiento mediático al PP por este motivo se produjo hace ya unos cuantos meses: registros en Génova, declaraciones de Bárcenas, publicación de la contabilidad B, destrucción de discos duros, etc. Sin embargo, a pesar de aquel espectáculo bochornoso, los populares seguían como primera fuerza estatal, lo que demuestra que la honestidad pública nunca ha sido un factor crucial para muchos de sus votantes. Por otro lado, la tan cacareada integridad económica de Ciudadanos no deja de ser una presunción benevolente, teniendo en cuenta el demoledor informe que emitió recientemente el Tribunal de Cuentas, tras analizar los números de la formación naranja: errónea valoración de activos, incorrecta clasificación de deudas y subvenciones, falta de integración de contabilidades locales… Y eso que todavía apenas han tocado poder.

En segundo lugar, hay también quien considera que el hundimiento de los populares en beneficio de Ciudadanos se debe a la percepción negativa que tienen los encuestados sobre el líder del PP. ¡Acabáramos! Resulta que los españoles han necesitado más de dos décadas (Rajoy se incorporó al gobierno el 6 de mayo de 1996) para descubrir que el registrador pontevedrés es un tipo que mantiene una relación muy conflictiva con la verdad, sin el menor sentido de la perspectiva suprageneracional, incapaz de tomar decisiones osadas en los momentos clave, alérgico a conformar equipos con personas que puedan hacerle sombra, genéticamente diseñado para reaccionar tarde ante cualquier problema, etc. Teniendo en cuenta que hace apenas unos meses el PP ganaba holgadamente en todas las encuestas, la hipótesis de que la desbandada de votantes populares se debe a la imagen negativa del Presidente exigiría presuponer que el cuerpo electoral ha descubierto en las últimas semanas lo que fue incapaz de atisbar en veinte años. La teoría no parece razonable.

En mi opinión, aunque la corrupción popular y el desprestigio de Rajoy han influido en este proceso, el factor esencial que está marcando el desplome del PP en favor de Ciudadanos hay que buscarlo en el éxito del discurso hipercentralista que actualmente abandera Albert Rivera. Ciertamente, el españolismo ha sobrevivido cuarenta años de forma mayoritariamente latente, quizás acomplejado por la patrimonialización franquista del patriotismo y sus diferentes manifestaciones. Todos hemos podido percibir este fenómeno durante décadas: colgar una ikurriña en el balcón o gritar Visca Catalunya eran gestos asociados a una mentalidad democrática, mientras que hacer lo mismo con símbolos españoles tenía un cierto tufillo fascista. Así, un nutrido sector de nacionalistas españoles (que haberlos haylos, y en abundancia) se han refugiado desde los años ochenta en la prudente catacumba de la invisibilidad, esperando ansiosos el fin de la hibernación.

Pero ahora ha aparecido por la tele un tipo guapete con voz aflautada, bañado en confeti naranja, diciéndoles que Rajoy es un blando que no sabe poner orden (se acabó contemporizar con los pérfidos secesionistas), que el gobierno español debe recuperar competencias autonómicas (Don Pelayo jamás las habría transferido), que las lenguas autonómicas no deben tener el mismo valor que el castellano (es el único partido que las rechaza como requisito para acceder a la función pública), que la recaudación no debe aproximarse al contribuyente sino recentralizarse (ni concierto económico, ni pacto fiscal, ni mandangas), que hay que salir a las calles con banderas rojigualdas para defender la sacrosanta unidad de España, etc. A por ellos, oé.

El disparate que estamos viviendo en Catalunya desde hace más de un lustro, con un independentismo Carnestoltes que anima a la festa jurídica y la disbauxa institucional, ha sido probablemente quien ha abierto la caja de Pandora. El modelo autonómico, pese a sus evidentes imperfecciones, tuvo la capacidad de consolidar un marco más o menos asumible para todos, tanto para los partidarios de un modelo centralizado como para quienes preferiríamos un sistema prácticamente confederal. Todos satisfechos y frustrados en parecida proporción. Sin embargo, la irresponsabilidad y el aventurerismo que se han instalado últimamente en el Parlament, consecuencia de la torpe respuesta gubernamental a las razonables demandas catalanas, ha desbaratado este equilibrio inestable. El centralismo latente ha estallado definitivamente y ha coronado al aniñado cosechador que recogerá sus frutos electorales. Lo peor de todo es que esta marea de españolismo, como ocurre casi siempre con el patriotismo testicular, funciona como la pasta de dientes: fácil de sacar pero casi imposible de volver a guardar. Muchas gracias, Mas y Puigdemont, por despertar a la bestia recentralizadora que arrasará con todo lo conquistado durante décadas.

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