El británico infiltrado

Publicado en el Diari de Tarragona el 4 de febrero de 2018


El diario conservador The Times publicó hace un par de semanas un especial sobre España como destino turístico. Entre otros contenidos, el periódico inglés incluyó una columna de Chris Haslam, un corresponsal dedicado habitualmente a escribir sobre viajes. El artículo se titulaba “Cómo ser español”, un peculiar retrato de la idiosincrasia ibérica que pretendía explicar a los turistas británicos cómo pueden pasar desapercibidos entre los nativos hispanos pata negra. El evidente tono sarcástico del texto no ha evitado que algunas de sus puyas hayan escocido en las redes sociales. Ha sido tal la marejada que el provocador articulista ha decidido privatizar su cuenta de twitter hasta que las aguas se calmen.

Efectivamente, al pobre le ha caído la del pulpo. Y no sólo en España, sino también en su propio país. Si visitamos la web del rotativo londinense podemos encontrar algunas críticas de grueso calibre, muchas de ellas lanzadas precisamente por ingleses: ”Estoy completamente en shock después de leer este artículo xenófobo, ofensivo, absurdo, falso y vergonzoso” (Chris Olson), ”Esta columna es ofensiva. ¡Discúlpense y retírenla hoy mismo!” (John Owen), “Este artículo es incomprensible. Realmente nos hemos convertido en la nación más racista del mundo” (Peter Hunt). La madre de todos los chaparrones.

He de reconocer que comparto muchas de las apreciaciones vertidas en el polémico texto. Algunas de ellas son sistémicas, como nuestro ilógico hábito de emplear un tiempo exagerado en la comida del mediodía, o nuestra tendencia a retrasar el inicio de la cena hasta horas intempestivas (otro gallo nos cantaría –salud, conciliación, productividad- si implantásemos un almuerzo sobrio y una cena a media tarde). También se critica con razón nuestra detestable costumbre de hablar a un volumen insoportablemente elevado (en cuanto cruzas los Pirineos descubres que es posible comunicarse sin reventar los tímpanos de tu interlocutor). Otros comentarios, también certeros, tienen un carácter más anecdótico: por ejemplo, la propensión de nuestros hosteleros a programar el temporizador lumínico de los servicios con un rácano e incómodo sentido de la austeridad (quién no se ha quedado alguna vez a oscuras en el peor momento) o nuestra creciente afición a devorar telebasura en cantidades industriales (una realidad tan triste como innegable, aunque dudo que los británicos sean inmunes a esta epidemia).

A pesar de sus acertados dardos, resulta indiscutible que el artículo de Chris Haslam cae en algunos excesos impropios de una publicación presuntamente seria. Para empezar, en mi opinión, aporta una visión excesivamente folclórica de la realidad actual (mujeres con abanicos, hombres discutiendo sobre toros, bares repletos de gente abrazándose y besándose sin conocerse de nada) y describe algunos detalles simplemente ridículos (afirma sin pudor que el desayuno español suele consistir en café cortado y sobrasada). ¿Sobrasada?

Pero lo peor de todo, aquello que ha indignado a muchos lectores de ambas orillas del Canal de la Mancha, es el tono despectivo y supremacista que embadurna todo el escrito. El autor, por ejemplo, aconseja a sus compatriotas que si quieren integrarse en la sociedad española deben “olvidar las nociones anglosajonas de cortesía, discreción y decoro”. También recomienda comerse todo lo que les pongan sobre la mesa, porque “los países que han sufrido hambrunas son raros en eso”; prescindir del “por favor y gracias, pues son innecesarios”; utilizar un lenguaje “lleno de obscenidades, no importa con quién hables”; mostrar un gran desprecio por la puntualidad: “llegue siempre tarde… salvo si le está persiguiendo un toro. Acudir a cualquier lugar con treinta minutos de retraso se considera temprano y desagradable”, etc.

Aunque desconozco con qué tipos se ha cruzado el bueno de Chris durante sus andanzas hispánicas, no pongo en duda que haya visto todo aquello que describe en su columna. Es más, teniendo en cuenta los pulcros e impecables hábitos sociales que pueden apreciarse en cualquier calle del centro londinense, no me sorprende que un habitante de esta bella ciudad se asombre ante los rudos modales observados en una tasca ibérica. Sin embargo, este choque de sensibilidades probablemente también se produciría si un intelectual pisamoquetas de la calle Serrano se dejase caer por un pub de mala muerte en una barriada de Manchester. En ese sentido, sorprende que un afamado periodista de un diario de prestigio sea incapaz de distinguir ambos planos.

Si me permiten el testimonio personal, efectivamente suelo intentar acabarme la comida que me ofrecen, pero no por un trauma latente que he heredado de los antepasados que vivieron la postguerra, sino precisamente porque lo considero un gesto de educación y gratitud; por otro lado, en mi hogar pueden escucharse decenas de veces al día las expresiones “por favor” y “gracias”; que yo sepa, no tengo por costumbre abrazarme y besarme con perfectos desconocidos; procuro evitar el lenguaje chabacano, salvo que un contexto desenfadado lo permita; y si alguien con quien he concertado una cita aparece un cuarto de hora tarde, lo más probable es que ya no me encuentre. Y es evidente que este modo de proceder no es excepcional en nuestro entorno, ni muchísimo menos.

¿Entonces, cómo es posible que The Times nos considere genéricamente groseros, beodos, desvergonzados, escandalosos y soeces? Empiezo a sospechar que el subconsciente ha traicionado a Chris Haslam: quiso escribir un divertido manual para guiris que quieren pasar desapercibidos entre españoles, y ha terminado alumbrando la guía definitiva para que cualquier británico pueda mimetizarse con gran parte de sus compatriotas que nos visitan cada verano.

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