Tarragona First

Publicado en el Diari de Tarragona el 11 de febrero de 2018


La formación municipalista Ara Tarragona ha elegido esta semana a su nuevo presidente. El abogado Òscar Busquets, antiguo concejal convergente entre los años 2011 y 2014, comandará este pequeño partido que hasta la fecha apenas ha inquietado en los círculos políticos locales. Puede que esta modesta formación logre hacerse un hueco en el difícil enjambre que merodea por la plaza de la Font gracias a la incorporación de este conocido jurista. Desde luego, capacidad no le falta: prestigio profesional, nivel intelectual, implicación en iniciativas cívicas, experiencia política…

En cualquier caso, llama la atención que una ciudad con el perfil de Tarragona no haya logrado hasta ahora poner en marcha un partido de carácter nítidamente local. En el pasado fuimos testigos de numerosos y variados intentos por sacar adelante proyectos de este tipo, aunque estas iniciativas jamás terminaron de cuajar. Uno de los principales motivos de estos fracasos quizás sea la habilidad con que los partidos sistémicos han sabido interiorizar el discurso municipalista, obteniendo a cambio jugosos réditos electorales: pensemos en la Convergència de Nadal, el PP de Alejandro, o incluso el PSC de Ballesteros. El otro factor clave puede haber sido la sorprendente piña que a veces hemos observado en las formaciones supramunicipales, perfectamente sincronizadas para expulsar del club a los recién llegados. Sólo se admiten socios.

En términos generales, cuando un líder local consigue resultar verosímil al trasmitir a los electores que su prioridad es la ciudad y después vienen las siglas, lo normal es que triunfe. Por el contrario, cuando el ciudadano percibe al candidato como una simple marioneta manejada a distancia desde la sede central de su partido, lo normal es que se estrelle. Aunque se trata de un fenómeno habitual en la política de cercanías, existe un tipo de población donde este fenómeno resulta aún más acusado. Pensemos en ciudades no especialmente ideologizadas, que padecen un arraigado sentimiento de irrelevancia exterior, que han sufrido un inmemorial desprecio desde las instituciones superiores, que viven instaladas en un fatalismo crónico de raíz endógena y exógena, y que ven pasar las décadas sin que sus retos fundamentales parezcan tener solución, pese a estar perfectamente identificados y diagnosticados. ¿Se les ocurre algún ejemplo cercano?

Aunque nuestra capital tiene todos los mimbres para desarrollar unas dinámicas de voto sensiblemente alejadas de los procesos electorales supramunicipales, no somos una excepción al priorizar localmente el factor personal (percepción de compromiso del candidato con la resolución de los problemas tangibles) por delante del criterio partidista (coincidencia más o menos acusada con la ideología que representan sus siglas). En ese sentido cabe afirmar que, en estas latitudes, el voto en los comicios locales suele ser menos fiel a los partidos que en el ámbito estatal o autonómico. Esta “promiscuidad electoral municipal”, lejos de resultar nociva para el sistema, debería ser el modelo a seguir en una democracia avanzada, pues supera los criterios tribales (yo “soy” de éstos o de aquéllos) y los sustituye por un exigente análisis de gobernanza: fiscalización de actuaciones pasadas, evaluación de confianza, viabilidad financiera de las propuestas, etc.

Si focalizamos el fenómeno en nuestra capital, es cierto que resulta difícil imaginar a un incondicional cupaire votando a Rubén Viñuales, o a un simpatizante pepero decantándose por Pau Ricomà. Sin embargo, el trasvase de papeletas entre formaciones es sumamente frecuente -antípodas al margen- cuando el ciudadano tiene la sensación de que este posicionamiento no ideológico es lo mejor para su municipio. Las urnas locales tienen los pies en el suelo, máxime en ciudades como la nuestra: Tarragona First. Sólo así se entienden las significativas diferencias que suelen observarse entre los resultado municipales y los autonómicos o estatales.

Precisamente por ello, trasponer los resultados del 21D a los próximos comicios locales constituye un auténtico disparate. Es innegable que vivimos una época especialmente radicalizada desde un punto de vista identitario, y por ello es previsible que muchos electores descarten tajantemente la posibilidad de votar a un partido situado explícitamente en la orilla contraria del proceso soberanista. Sin embargo, parece evidente que las papeletas van a bailar merengue dentro de cada bloque, sobre todo en el unionista. Aunque es fácil imaginar todo tipo de desangramientos y borracheras electorales, no hace falta ser Nostradamus para augurar que el mayor trasvase de votos se producirá desde Ciudadanos hacia PSC y PP (rebus sic stantibus).

Efectivamente, la intensidad con que se vivieron las elecciones de diciembre provocó el aglutinamiento del españolismo en torno a Inés Arrimadas. Tarragona no fue una excepción, y miles de votantes socialistas y populares se dejaron llevar por el discurso del voto útil, un fenómeno que difícilmente se repetirá a la hora de elegir a nuestros representantes en el Ajuntament. Tres reflexiones al respecto: primera, la única posibilidad del PSC se llama Josep Fèlix Ballesteros, un alcalde que no genera ilusiones desbordantes pero sí confianza y cercanía, y que ha demostrado a lo largo de los años que los barrios de Ponent son su fortín (aunque el 21D se tiñeran de naranja); segunda, puede que la posibilidad de recuperar los votos perdidos por el PP dependa básicamente de su acierto al elegir cabeza de lista (sus dos principales activos, Alejandro Fernández y Jordi Roca, siguen en Barcelona y Madrid respectivamente, y el actual grupo municipal tiene un perfil político muy modesto); y tercera, los carteles de Ciudadanos en las últimas elecciones locales no llevaban la foto de su candidato sino la de Albert Rivera (no hace falta decir nada más).

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