Fracaso no, ridículo

Publicado en el Diari de Tarragona el 1 de mayo de 2016


La tercera y última ronda de encuentros en Zarzuela ha confirmado la inexistencia de un proyecto de gobierno con suficiente respaldo parlamentario, tras cuatro meses de negociaciones estériles que han disparado el hastío entre los electores. Nuestro parlamentarismo parece haber tocado fondo con una pseudolegislatura protagonizada por personajes como Gabriel Rufián, Rafael Hernando o el bebé de Carolina Bescansa. Se confirma que sólo hemos vivido una gran farsa repleta de postureo electoralista, optimismo fingido, ofertas malévolas y discusiones de Pimpinela. Como decía Mourinho, teatro del bueno. 

Para empezar, el PP acudió el pasado invierno a las urnas en unas condiciones muy complicadas: recuperación económica prácticamente invisible, escándalos de corrupción por todo el país, hartazgo ciudadano por el desigual reparto del peso de la crisis, creciente desprestigio de la figura de Rajoy… Pero el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y el PP volvió a ganar las elecciones en diciembre, aunque de un modo ciertamente pírrico. El pacto con Cs no sumaba, convirtiendo la gobernabilidad en un horizonte complejo e incómodo. Sin embargo, el PSOE había salido aún más trasquilado de los comicios, dejando a su joven líder en una posición sumamente inestable. El PP ofreció entonces a Pedro Sánchez (el “ruiz” y miserable) un abrazo del oso sabiendo que éste no podría aceptarlo sin certificar su propia muerte política, y Rajoy centró todos sus esfuerzos en aquello que mejor sabe hacer: nada. El indolente registrador pontevedrés decidió tumbarse en una hamaca de la Moncloa a leer el Marca mientras Sánchez caía como fruta madura, y mientras todo esto sucedía los indicadores españoles entraban en barrena. Lo más desolador es que esta estrategia negligente y holgazana probablemente logre que los populares aumenten sus escaños en junio.

Por su parte, el secretario general socialista puso todo su empeño en llegar a la Moncloa como único remedio para no acabar desterrado de la primera línea política antes del otoño. Los cuchillos internos llevaban meses perfectamente afilados en el PSOE, convirtiendo el acuerdo con Cs en un clavo ardiendo al que Sánchez se aferró de forma desesperada. Su problema fue que jamás comprendió que estaba rodeado de partidos sin el menor interés por llegar a un acuerdo real: Rajoy sólo perseguía su defenestración definitiva, Rivera jamás habría aceptado un ménage à trois con Podemos, y el único objetivo de Iglesias era sustituirlo como líder de la izquierda en España. Parece que no habrá candidatura alternativa para las nuevas primarias socialistas, lo que sugiere que el definitivo asalto al trono de Ferraz se pospondrá hasta la noche del 26 de junio, cuando previsiblemente el PSOE vea un acorazado morado adelantándolo por babor.

Efectivamente, Podemos tiene muchas papeletas para lograr -al segundo intento- convertirse en el referente español de la izquierda, el gran objetivo que ha orientado toda su estrategia desde su fundación. Sin embargo, para garantizarse holgadamente esta meta necesitará superar previamente tres grandes retos: para empezar, deberá deglutir definitivamente los restos de IU (parlamentariamente irrelevantes pero electoralmente cruciales) pese a las abiertas reticencias de algunos líderes históricos como Gaspar Llamazares; por otro lado, deberá reeditar sus fructíferos pero conflictivos acuerdos internos (En Comú Podem, Compromís, y En Marea), un horizonte que todavía está por ver; y por último, Pablo Iglesias deberá sacudirse la imagen crecientemente caudillista que se está granjeando a base de purgar o dejar caer a todo aquel que pueda estorbarle a nivel interno: primero fue Juan Carlos Monedero, luego vino Sergio Pascual, y pronto será Íñigo Errejón.

Finalmente, es probable que Cs pueda presentar ante sus electores la hoja de servicios más presentable de esta corta legislatura. Ha logrado pactar con el PSOE un acuerdo de gobierno, demostrando su idoneidad para manejarse en un entorno parlamentariamente complejo como el que previsiblemente nos volveremos a encontrar a partir de junio. Algunos sondeos le auguran el mayor crecimiento entre los cuatro grandes, aunque el precedente de su desplome electoral en la campaña de diciembre convierte este pronóstico en papel mojado. Al margen de esta incógnita, los más recientes estudios demoscópicos invitan a pensar que los próximos comicios reforzarán el peso del ala conservadora y liberal de la Cortes, un contexto que previsiblemente volverá a situar a Albert Rivera en el centro de las negociaciones de gobierno.

En cualquier caso, nuestra clase política está protagonizando un ridículo internacional sin precedentes, finiquitando de forma prematura e irresponsable una legislatura sin la menor esperanza de que los nuevos comicios permitan superar el actual bloqueo. Pese a todo, Mariano Rajoy sigue enclaustrado en su limitada y anodina burbuja, confiado en que la repetición de elecciones le resultará provechosa. El pasado martes, tras entrevistarse con Felipe VI en uno de los momentos institucionalmente más críticos desde la Transición, cortó en seco la rueda de prensa con la siguiente frase: “¡Venga, que a menos cuarto empieza el fútbol!”. Algo terrible debimos hacer los españoles en alguna vida anterior para merecer una maldición como ésta en forma de presidente.

Sin embargo, corre el rumor de que en Génova no terminan de confiarse, ante el riesgo real de que un nuevo escándalo de corrupción al más alto nivel les estalle en plena campaña electoral. Ciertamente, el mapa orgánico e institucional del PP se ha convertido en un juego del buscaminas, en el que nunca sabes dónde va a producirse la siguiente explosión, ni a cuántos de alrededor se va a llevar por delante. Aun así, no comprendo la preocupación de los populares, teniendo en cuenta que millones de españoles les siguen votando pese a su ejército de corruptos. ¿Qué cambiaría una docena de sinvergüenzas más? Lágrimas en la lluvia.

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