El enésimo error

Publicado en el Diari de Tarragona el 22 de mayo de 2016


Si deseamos contemplar una de las mansiones más excéntricas de la capital rusa es necesario callejear por el histórico barrio situado tras el Arsenal moscovita. Saliendo del Kremlin por la Puerta de la Trinidad, debemos caminar por la calle Vozdvizhenka hasta llegar al número 16. Allí se levanta el Palacio Morózov, un peculiar edificio que parece traído piedra a piedra desde las laderas de Sintra o los bosques de Buçaco. Fue erigido a finales del siglo XIX por Arseniy Morózov, el joven heredero de una adinerada familia de comerciantes, tras recorrer la geografía portuguesa en compañía de un gran amigo suyo, el arquitecto Víctor Mazyrin. Ambos quedaron tan impresionados con las espectaculares muestras de gótico manuelino que decidieron construir un palacio en Rusia siguiendo las pautas de este recargado estilo. Casualmente, la madre del potentado acababa de regalar a su hijo un terreno en pleno centro de Moscú, así que ambos amigos decidieron aunar el poder económico de uno y los conocimientos arquitectónicos del otro para hacer su sueño realidad. Las obras se desarrollaron en el más absoluto secreto, pues Arseniy deseaba impresionar a su estricta y sarcástica madre, quien probablemente esperaba una construcción de corte neoclásico. Al acabar la obra, el joven llevó a la viuda Morózov a la calle Vozdvizhenka, donde le mostró la extravagante fachada de su nuevo palacio. Su reacción ha pasado a la historia moscovita: “querido hijo, desde que naciste supe que eras idiota, pero desde hoy lo sabe toda la ciudad”.

Este viejo recuerdo me vino inmediatamente a la memoria al observar la estupefacción de varios dirigentes del PP ante la última genialidad de la Delegación del Gobierno en Madrid, cuando Concepción Dancausa (hija del falangista que creó la Fundación Francisco Franco) decidió prohibir las esteladas en la final de Copa que se celebra esta noche. Ella sólo pretendía impresionar a los suyos negando el pan y la sal a los separatistas, y lo que ha recibido a cambio es un reproche inaudito en la monolítica organización popular. El PP catalán no tardó en desmarcarse de la medida y el propio Mariano Rajoy se hizo el sueco en su comparecencia ante los periodistas. Supongo que la cara que se le quedó a la pobre Concepción, tras escuchar las críticas de sus propios compañeros, fue parecida a la del osado e incomprendido Arseniy.

Para contextualizar esta problemática, deberíamos comenzar analizando la descarada campaña emprendida por algunos sectores del independentismo para fagocitar ideológicamente cualquier evento de carácter civil con visibilidad pública: Copa del Rey, Baixada de l'Àliga, Concurs de Castells, etc. Lamentablemente vivimos una época en la que es difícil disfrutar con tranquilidad de un acto multitudinario presuntamente transversal sin sufrir la presión de algunos para convertirlo en una manifestación de carácter partidista. Este fenómeno es tan evidente que hasta la propia UEFA ha dado un toque de atención al FCB por este motivo. Aunque es innegable que cualquier bandera tiene connotaciones metadeportivas (aún me duele el porrazo que me dio un policía nacional por intentar colgar una ikurriña en la valla de la Romareda), no es comparable las implicaciones políticas de la senyera, bandera de todos los catalanes, con el cariz innegablemente ideológico de la enseña independentista. Incluso el propio Artur Mas reconoció esta realidad, descartando públicamente que la estelada pudiera convertirse algún día en la bandera nacional de una eventual Catalunya independiente.

Parece que son muchos (o al menos muy ruidosos) los partidarios de mezclar la pugna política en cualquier expresión social con repercusión mediática: competiciones deportivas, fiestas locales, eventos tradicionales, etc. Aún recuerdo un debate al que fui invitado en Valls, compartiendo mesa con relevantes personalidades como Vicent Sanchis, Montserrat Nebrera o la tristemente desaparecida Muriel Casals. Lo cierto es que me quedé absolutamente solo defendiendo la despolitización de las collas castelleras, al considerar que el intento por aprovechar cualquier manifestación pública en beneficio ideológico propio constituye una injusticia hacia los participantes que no comparten las mismas tesis, empobrece la vida social al desterrar cualquier resquicio vital a salvo del debate partidista, y resulta nocivo para esas propias entidades porque cuestiona su deseable transversalidad.

Coincido con Concepción Dancausa en que los partidos de fútbol no deberían convertirse en actos de carácter explícitamente político, pero también debe tenerse en cuenta que una actitud democrática exige diferenciar lo que cada uno considera óptimo de aquello que debe venir impuesto por la ley. De hecho, la confusión entre lo deseable y lo obligatorio es un rasgo característico de las mentalidades totalitarias. En mi opinión, resulta difícilmente justificable en pleno siglo XXI impedir legalmente a un particular la exhibición de una enseña de carácter no violento. Los delirios represivos de la Delegación del Gobierno en Madrid sólo podían ser calificados como disparatados, una opinión que afortunadamente compartió el tribunal que ha anulado la prohibición, al considerar que la misma impedía a los espectadores "manifestar y expresar su ideología política, sin que concurran razones y motivos con la entidad suficiente como para poder restringir el uso de un derecho fundamental".

Pero no sólo nos encontrábamos ante un ataque frontal contra la libertad de expresión. Desde una perspectiva policial, se suponía que el veto gubernamental se apoyaba en la previsión de posibles problemas de orden público, cuando resultaba evidente que era la propia prohibición la que podía causarlos. Para colmo, desde la óptica estrictamente política, gracias a la genialidad de Concepción Dancausa el PP ha vuelto a aparecer como un bombero pirómano empeñado en cargar de razones a los independentistas. Los tribunales han evitado la insensatez que se avecinaba, pero el mal ya está hecho. Es imposible demostrar mayor ineptitud con semejante obstinación.


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