La inmaculada constitución

Publicado en el Diari de Tarragona el 6 de diciembre de 2015


Una de las cuestiones trascendentales que van a dirimirse el próximo 20D es el futuro que le aguarda a la Constitución de 1978 durante los próximos años. El papel protagonista de este asunto se deriva de tres factores que se han puesto en evidencia durante los últimos tiempos: primero, el contundente impacto social que ha sufrido nuestro estado del bienestar como consecuencia del estallido de la burbuja financiera en 2007; segundo, la crisis territorial iniciada en 2012 con las multitudinarias manifestaciones catalanas de sustrato claramente independentista; y tercero, la percepción generalizada de que el modelo político gestado durante la Transición ha degenerado hasta tal punto que hoy en día son una clara mayoría los ciudadanos que desconfían o reniegan abiertamente de él. Como consecuencia directa de ello, todos los candidatos que aspiran a conquistar la Moncloa han planteado sus propuestas concretas para poner al día nuestra carta magna. El objetivo no es sólo solucionar los conflictos específicos que han originado la actual situación, sino sobre todo reducir las posibilidades de que problemas semejantes puedan reproducirse en el futuro.

La Constitución de 1978 sólo ha sido reformada desde su nacimiento en dos ocasiones: en 1992, para ampliar el derecho al sufragio pasivo en las elecciones municipales de acuerdo con el tratado de Maastricht, y en 2011, para garantizar el principio de estabilidad presupuestaria en consonancia con el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la zona euro. Es fácil percatarse de que ninguna de estas modificaciones se debió a la iniciativa interna, sino que fueron realizadas única y exclusivamente por las exigencias derivadas de nuestra pertenencia a la UE. Es decir, que en cuarenta años sólo nos hemos atrevido a tocar el texto constitucional por imperativo externo. 

El PP ha sido tradicionalmente el partido más refractario a la reforma, una señal inequívoca de que la inevitable actualización que requerirá esta norma no irá en el sentido ideológico de los populares sino todo lo contrario. De hecho, durante décadas se ha intentado vender como un éxito el mantenimiento prácticamente intacto de una Constitución presuntamente intachable (cuyo aniversario precisamente celebramos en las mismas fechas que la Inmaculada) cuando lo cierto es que una legislación inmóvil, como el agua estancada, suele terminar pudriéndose.

Durante los últimos meses parece que los populares comienzan a reconocer con reservas la imposibilidad de mantener la Constitución disecada por más tiempo, y hasta el propio Presidente del Gobierno ha manifestado públicamente su predisposición a negociar algunas reformas en el texto. Eso sí, ha tenido el detalle de concretar cuáles son los puntos que según él deberían modificarse, un listado ciertamente significativo: inclusión de alguna referencia a la incorporación española a la Unión Europea, revocación de la prioridad del hombre sobre la mujer en la sucesión real, relación exhaustiva con los nombres de las comunidades autónomas…

Como puede verse, Mariano Rajoy nos propone una auténtica revolución normativa de la máxima actualidad y transcendencia, que sin duda provocará una mejora sustancial de nuestro marco constitucional, marcando un antes y un después en la calidad de vida de los españoles. Para este viaje no hacían falta alforjas… Llegados a este punto, conviene poner de relieve una cuestión clave que subyace a este debate: hay quienes defienden modificar la Constitución porque consideran que el sistema debe renovarse, y hay quienes desean reformar la norma para que todo siga exactamente igual, o dicho de otro modo, para poder decir que han actualizado el texto pero aceptando sólo aquellas enmiendas cuyo resultado efectivo sobre nuestro modelo de convivencia sea radicalmente nulo.

Eso sí, el PP acierta de lleno cuando afirma que una reforma constitucional en profundidad requiere unos consensos mínimos sobre el objetivo que se pretende alcanzar. No es razonable correr como un pollo sin cabeza cuando se trata de edificar una mejor configuración del marco básico de un Estado.

Analizando las propuestas de PSOE, Ciudadanos, UPyD, Podemos e IU podemos comprobar que cada partido tiene ideas muy diferentes sobre el horizonte al que debe dirigirse nuestro modelo constitucional. Así, mientras unos defienden la conversión del Senado en una cámara de auténtica representación territorial, otros proponen cerrarlo a cal y canto; mientras unos propugnan la eliminación de los regímenes forales, otros promueven el reconocimiento de las singularidades territoriales e incluso el derecho de autodeterminación; mientras unos plantean un esquema judicial similar al actual, otros abogan por suprimir el Consejo General del Poder Judicial…

Pese a las claras diferencias que existen en esta materia entre las diferentes formaciones políticas, es innegable que existen una serie de puntos susceptibles de concitar un gran respaldo parlamentario si se abordan con una mentalidad abierta y constructiva: instauración de un sistema abiertamente federal, clarificación constitucional del modelo competencial derivado de ese sistema, revisión del papel que deben jugar el Senado y las Diputaciones (si es que deben jugar alguno), democratización interna de los partidos políticos y apertura de las listas electorales, priorización presupuestaria en la prestación de los servicios sociales básicos, reforma del régimen de aforamientos, requerimiento de mayorías reforzadas para la modificación de las políticas de estado (educación, pensiones…), reforma del sistema judicial para dotarlo de mayor independencia frente al poder político, etc.

En 1978 los artífices de la actual Constitución partían de premisas ideológicas probablemente más distantes que las defendidas por los actuales partidos con relevancia parlamentaria. Si entonces lograron pactar las cuestiones esenciales según las necesidades de la época, hoy también deberíamos poder hacerlo. Acercar posturas no es rendirse, y negociar no significa convertirse en un traidor. Si queremos optimizar nuestros niveles de cohesión social, encaje territorial y calidad democrática no hay otro camino que el acuerdo.

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