Los juegos del hambre

Publicado en el Diari de Tarragona el 28 de junio de 2015


Los primeros pasos del nuevo pleno municipal han puesto en evidencia las dudas que suscita el proyecto Tarragona 2017 en diferentes sectores de nuestro espectro político. Los partidos recién llegados al consistorio no han dudado en cuestionar una cita deportiva que parecía intocable hasta el pasado mes de mayo. La contestación local al buque insignia de esta legislatura probablemente haya incomodado a nuestro alcalde, empeñado en alumbrar un legado que ofrecer a sus paisanos cuando complete más de una década al frente de nuestra capital. En ese sentido, comienza a cundir la sensación de que los Juegos Mediterráneos serán la última oportunidad de Josep Fèlix Ballesteros para entrar por la puerta grande en las crónicas de Tarraco.

Parece innegable que el paso de los socialistas por la Plaça de la Font ha tenido aspectos positivos: la política municipal ha gozado de una razonable estabilidad, la gravedad de los errores cometidos ha sido limitada, el Ajuntament ha superado su tradicional propensión a la prepotencia, etc. Sin embargo, tampoco ha pasado desapercibida la preocupante vacuidad programática de estos años, camuflada tras el buen talante que siempre ha caracterizado a nuestro primer edil. Apenas hemos avanzado en nuestros grandes retos como ciudad, hipnotizados con una política minimalista de ordinaria administración que sólo ha sobrevivido a las urnas gracias al carisma personal e intransferible del propio alcalde.

El intento de Ballesteros por marcar una impronta perdurable en la ciudad a través de los Juegos ha chocado frontalmente con las formaciones recién llegadas al pleno, quienes han levantado el acta de defunción del rodillo que ha caracterizado la gestación de este evento desde su inicio. Desde este mes ICV estará acompañada por Ciutadans, ERC y CUP a la hora de mostrar las vergüenzas de un proyecto menguante que ya apenas se parece al que nos vendieron allá por 2007. Los propios republicanos han planteado esta semana una consulta ciudadana para determinar el futuro de Tarragona 2017, todo un órdago a la grande que habrá quitado el hipo a más de uno.

En mi opinión, la organización de una competición deportiva internacional adquiere sentido cuando concurre alguna de las dos circunstancias siguientes: cuando disfruta de tal trascendencia mediática que logra convertir una ciudad en un destino de primer nivel para posibles visitantes extranjeros, o bien cuando viene acompañada de una inversión en infraestructuras y equipamientos que consigue dar un impulso definitivo a la transformación de la población que los acoge. Pensemos, por ejemplo, en el prestigio internacional adquirido por Barcelona tras los Juegos Olímpicos del 1992, o en las instalaciones deportivas que disfruta actualmente Almería tras organizar los Juegos Mediterráneos de 2005.

Lamentablemente, éste no será nuestro caso. En primer lugar, desde un punto de vista publicitario, suena a broma afirmar que este evento pondrá a Tarragona en el mapa internacional, pues creo que somos mayoría los que jamás habíamos oído hablar de estos juegos hasta que Tarragona presentó su candidatura para organizarlos. Por otro lado, desde la perspectiva inversora, el plan elaborado inicialmente se parece al proyecto final como un huevo a una castaña. Las posibilidades de impulsar una transformación urbana se esfumaron tras descartarse la construcción de la villa olímpica, y ni siquiera será posible contar con un nuevo estadio para la ciudad (recordemos que las pruebas se celebrarán en un recinto desmontable). Parece difícil justificar el esfuerzo que conllevará esta cita cuando su resultado palpable se limitará a un pabellón y una piscina en Campclar.

En conclusión, desde mi punto de vista, si desde un principio hubiésemos conocido las precarias condiciones en que iba a desarrollarse esta competición, jamás deberíamos habernos postulado para organizarla. Los Juegos Mediterráneos son un evento en decadencia y las inversiones perdurables serán incomparablemente menores que en ediciones anteriores. En ese sentido, comienza a resultar sonrojante ese discurso oficial que pretende convencernos de que en Mersín nos tocó la lotería. Ni muchísimo menos. Ahora bien, si el dilema que se nos presenta es organizar una cita deportiva que pasará sin pena ni gloria, o bien desentendernos del asunto incumpliendo nuestros compromisos colectivos, la respuesta debe ser contundente.

Desde el mismo momento en que Tarragona aceptó su nominación para ser sede de una competición deportiva internacional, debemos desterrar la mera posibilidad de bajarnos del caballo a mitad de carrera, especialmente cuando apenas quedan dos años para su celebración. Probablemente la decisión de acoger los juegos fue un error (al menos, sabiendo lo que hoy sabemos) pero cuando uno asume un compromiso debe cargar con las consecuencias. La alternativa sería un ridículo monumental a nivel exterior y un golpe letal a la renqueante autoestima de nuestra ciudad.

Pero no va a ser fácil. A la propia mutilación del proyecto se añaden unos plazos de ejecución sumamente ajustados y unas estrecheces económicas que nos obligarán a plantear un evento tremendamente modesto. Probablemente acojamos los Juegos Mediterráneos más austeros de la historia, pero estamos obligados a hacer lo imposible para afrontarlos con la mayor dignidad. No serán las Olimpiadas de Barcelona, evidentemente, pero tampoco podemos permitirnos una nueva Expo de Sevilla, cuyo desbarajuste hundió el prestigio organizativo de la capital andaluza durante décadas. Es razonable e incluso necesario que la oposición local presione al equipo de gobierno para evitar improvisaciones y desequilibrios, pero ya pasó el tiempo de replantearnos lo que no tiene marcha atrás. Ha llegado el momento de arrimar el hombro para que la organización y las instalaciones estén listas a su hora. Rememos todos en la misma dirección.

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