Tanto tienes, tanto vales

Publicado en el Diari de Tarragona el 26 de abril de 2015


El modo en que contemplamos y valoramos la realidad probablemente viene marcada en primer término por la influencia de nuestro entorno. El peso subliminal de la sociedad sobre nuestros pensamientos y opiniones resulta habitualmente beneficioso, pues permite interiorizar los progresos de nuestra civilización sin necesidad de partir individualmente desde cero. Sin embargo, es fácil intuir que este influjo a veces también apaga algunas llamas positivas que anidan de forma quizás instintiva en nuestro interior. Como afirmaba Rousseau con una radicalidad probablemente excesiva, “la naturaleza ha hecho al hombre feliz y bueno, pero la sociedad lo deprava y lo hace miserable”.

Quienes tenemos hijos conocemos de primera mano la forma de observar la realidad propia de la infancia, una perspectiva carente de corsés mentales que precisamente por ello resulta ocurrente, divertida y refrescante. Sin embargo, el listado de anécdotas que todos los padres del mundo atesoramos con las ocurrencias más chistosas de nuestros hijos muchas veces alberga también algún episodio que nos ha servido para recordar lo perversas que pueden llegar a ser algunas de nuestras certezas colectivas.

Si me permiten compartir una vivencia personal, hace unos días mi hija menor comentó su deseo de abrir una cuenta bancaria para ingresar su modesta pero meritoria fortuna. Su intención era guardar indefinidamente los ahorros derivados de su asignación semanal, pero quiso saber si podría solicitar una tarjeta de débito con cargo a dicho depósito. Aunque mostré mis dudas al respecto, le advertí de que probablemente tendría que pagar una cuota anual por el mero hecho de tenerla. -¿A ti cuánto te cobran? –A mí nada. -¿Por qué? Entrábamos en un terreno pantanoso. Intenté explicarle que los precios de los productos bancarios (entre otros) suelen ser inversamente proporcionales a la capacidad adquisitiva de los destinatarios, y en consecuencia a ella le cobrarían más que a mí por el mismo servicio. Mi hija acababa de descubrir un fenómeno que los adultos asumimos como natural en un sistema de mercado, pero que choca frontalmente con la mentalidad limpia de un niño. –Es injusto, debería ser al revés: tendrían que cobrar más al que más tiene. Pues sí, en el caso de que analizásemos el tema desde una perspectiva social; pero no, si afrontamos el debate con criterios exclusivamente empresariales. He ahí la cuestión.

Siempre me he considerado un defensor de la economía de mercado (pese a la extrema peligrosidad demostrada por las recientes tendencias desreguladoras) pues ningún otro modelo ha permitido históricamente un mayor desarrollo humano. Además, en su día tuve la oportunidad de comprobar en primera persona la devastación económica y social a la que condujeron los regímenes socialistas. Sin embargo, el aplastante triunfo de este sistema en la economía global se está trasladando a otros aspectos de la vida, hasta el punto de que el factor económico se está convirtiendo en la descarnada medida de todas las cosas. Recuerdo que hace unos años los debates políticos versaban sobre el horizonte ideal hacia el que debíamos caminar colectivamente, mientras la economía quedaba reducida a un aspecto técnico que debía tenerse en cuenta para no hacer castillos en el aire. Hoy ya nos hemos dejado de tonterías y lo económico se ha convertido en el meollo argumentativo de cualquier discusión, o incluso en un objetivo político propiamente dicho. El resto no es más que paja intelectualoide.

Por poner un ejemplo reciente, la pasada semana el líder de Ciudadanos planteó uno de esos debates que siempre terminan en tablas: la legalización de la prostitución. Aunque se trata de una medida perfectamente defendible, llamó la atención el razonamiento utilizado por Albert Rivera: ¡podríamos recaudar hasta 6.000 millones de euros! La cuestión fiscal no es un asunto menor, obviamente, pero sorprende la fulminante jubilación de los argumentos que se manejaban tradicionalmente en esta controversia: la lucha contra la delincuencia organizada, el fin de la prostitución forzosa, la mejora de las condiciones sanitarias… Todas estas consideraciones parecen haber pasado a mejor vida.

Pero la cosa no queda ahí. La invasión de lo económico como motor de cualquier decisión puede convertirse en un fenómeno aún más inquietante cuando afecta directamente a la vida o la muerte de miles de personas. Lo hemos comprobado en nuestro país a raíz de la polémica sobre los recortes sanitarios, y lo seguimos constatando a nivel europeo tras los naufragios de varias embarcaciones de inmigrantes al sur de la costa italiana.

Se calcula que durante los últimos quince años han muerto en esas aguas más de veinte mil refugiados que huían de la guerra y la miseria africanas. Supongo que nadie alberga la menor duda de que las armadas europeas habrían ocupado literalmente el Mediterráneo hace meses si los barcos que se estuviesen hundiendo recurrentemente fueran cruceros de lujo que trajesen a millonarios rusos, norteamericanos, saudíes y japoneses para gastarse sus millones en nuestras tiendas más exclusivas. Me viene a la cabeza una vieja canción de Manolo García: “tanto tienes, tanto vales, no se puede remediar”. Europa tiene un grave problema con la inmigración, efectivamente, pero tiene otro aún mayor con sus valores. Priorizar o no el salvamento de miles de personas según su estatus económico no es propio de una organización política que se dice social, sino de una desalmada máquina de hacer dinero cuyas actuaciones sólo admiten motivaciones mercantiles. Europa deberá retomar sus principios fundacionales si quiere continuar siendo un modelo de civilización para el mundo, abrazando sin cálculo las consecuencias de sus convicciones. Como un niño.

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