Adhesiones

Publicado en el Diari de Tarragona el 19 de abril de 2015


El año que pisé por primera vez la universidad se puso de moda una canción bastante tontorrona (como casi todas las canciones que se ponen de moda). Por algún motivo que se me escapa, aquel grupo sevillano logró encandilar a varios residentes de mi colegio mayor, que tenían en común una necesidad irrefrenable de compartir sus aficiones con sus resignados compañeros. Era prácticamente imposible recorrer el edificio sin ser torpedeado con un estribillo que repetía hasta la nausea una frase supuestamente graciosa: “y tú de quién eres”. No hace falta decir que quienes mostrábamos predilección por grupos diametralmente opuestos acabamos sufriendo pesadillas con la cancioncita de marras.

Sin embargo, con el paso de los años, aquella pregunta me ha vuelto recurrentemente a la cabeza al observar el tipo de relación que muchos esperan de la ciudadanía a nivel ideológico. Parece que nuestro régimen de partidos no espera de los votantes la elaboración de opiniones personales sino la asunción global de los postulados de tal o cual proyecto político. Así, sin apenas matices, debemos ser de derechas o de izquierdas, independentistas o centralistas, procasta o anticasta, etc. Incluso en ocasiones se nos reclama directamente que reconozcamos nuestro público alineamiento con algún partido concreto, bajo la amenaza de ser tachados de ambiguos. Y tú de quién eres.

Los que vivimos habitualmente inmersos en la duda partidista sabemos que asumimos una actitud intelectualmente atractiva pero anímicamente extenuante, y por ello reaccionamos ante las adhesiones inquebrantables con una mezcla de menosprecio y envidia. Por un lado, la identificación mimética con unas siglas sugiere cierta castración mental, pero a la vez intuimos que saber “de quién eres” debe de ser una experiencia sumamente confortable.

El pasado lunes asistí a la conferencia que Alejandro Fernández pronunció en el salón de actos del Colegio de Abogados de Tarragona. El candidato popular volvió a demostrar sus dotes para la oratoria y la solidez de su proyecto de ciudad. Sin embargo, más allá de las previsibles promesas electorales, fueron dos los aspectos que me gustaría rescatar del acto, muy vinculados a la cuestión que trato de exponer.

En primer lugar, pude percibir nítidamente un alineamiento personal que me llamó poderosamente la atención. A pocos metros de mí se sentaba un viejo conocido, pensador brillante y erudito al que siempre he admirado. Cuando el ponente concluyó su última frase, mi compañero de platea saltó como un resorte de su asiento, aplaudiendo ruidosamente con un gesto inocultable de entusiasmo absoluto. Puesto que se trata de una persona de valía intelectual incuestionable, en ningún momento se me pasó por la cabeza minusvalorar su actitud. Sólo me quedó la envidia de su certeza.

Por otro lado, el alcaldable del PP utilizó en su discurso un término que ya le había escuchado en alguna otra ocasión, la “familia popular”, refiriéndose a los militantes y seguidores de este partido. Aunque todos sabemos que se trata de una expresión estandarizada, considero que este concepto puede resultar sumamente pernicioso para referirse a una relación de carácter político. Existen familias para todos los gustos (más o menos numerosas, más o menos unidas, más o menos solidarias, más o menos ejemplares) pero todas ellas comparten una característica común: su irrenunciabilidad. Siempre perteneceremos a nuestra familia, lo queramos o no, y es éste el tipo de vinculación que muchos partidos desean entablar con sus electores para no tener que pagar por sus errores. Y no hay más que ver lo sucedido durante las últimas décadas en las comunidades andaluza o valenciana para llegar a la conclusión de que a veces lo consiguen.

Habitualmente, cuando hablamos de voto cautivo, pensamos instintivamente en el que se deriva directamente de factores materiales: ayudas, concesiones, subvenciones, etc. Sin embargo, existe también otro cautiverio electoral, menos escandaloso que el anterior, pero tan letal para una sociedad democrática como el anterior. Supongo que no soy el único que en innumerables ocasiones ha escuchado frases como “yo soy de estos” o “yo nunca votaré a aquellos”. Son posicionamientos políticos grupales, casi tribales, que como dirían los economistas carecen de la menor elasticidad respecto a la calidad de la oferta. Como consecuencia directa de esta rigidez ideológica, las sociedades atestadas de votantes predefinidos están condenadas a repetir sus errores. Es más, la falta de cintura para variar de rumbo cuando es necesario fomenta indiscutiblemente la ineficacia política y la corrupción, pues el gobernante de turno carece de estímulos electorales para trabajar de forma diligente y honesta.

Volviendo al día a día, si finalmente se respeta el calendario anunciado, los ciudadanos catalanes seremos llamados tres veces a las urnas durante el próximo año. Aunque imagino que a todos ustedes les traerá sin cuidado mi posición personal, comienzo a sospechar que en esas tres convocatorias acabaré decantándome por tres papeletas diferentes. Simplemente lo comento porque intuyo que esta actitud no será una excepción en una nueva época política en la que los ciudadanos comenzamos a rebelarnos contra una partitocracia trasnochada que pretende envasarnos por colores como las fichas del parchís. La complejidad política de los tiempos que corren aterroriza a los cobardes, pues obliga a superar ese anquilosamiento electoral que pervive disfrazado de estabilidad parlamentaria. Si queremos convertirnos en una democracia adulta no podemos seguir aferrados a esas seguridades infantiles que nos ofrecían sensación de protección a costa de ocultar la realidad. Lo que nos hace verdaderamente libres no es el acto material de votar, sino la posibilidad real de decidir sin apriorismos quién se merece nuestro voto.

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