Regreso al presente

Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de enero de 2015


A finales de los ochenta Robert Zemeckis y Steven Spielberg reventaron las taquillas de los cines con la segunda entrega de la trilogía “Back to the future”. En esta ocasión, Marty McFly y Doc Brown viajaban en el tiempo con su DeLorean hasta el lejano… 2015. Efectivamente, el año que acabamos de inaugurar fue el destino histórico elegido por los guionistas para desarrollar su aventura futurista. De hecho, hace semanas que circula por las redes sociales una convocatoria virtual para recibir en Hill Valley a los viajeros del tiempo el próximo 21 de octubre.
Según la teoría especial de la relatividad de Albert Einstein, la pregunta sobre si son posibles los viajes temporales hacia el futuro debe responderse afirmativamente, algo que no puede decirse del trayecto en sentido contrario. Stephen Hawking ha descartado repetidamente esta posibilidad, recurriendo en ocasiones a argumentos que se apoyan más en el sentido común que en las ecuaciones físicas: “la mejor prueba de que la navegación hacia el pasado es imposible es el hecho de que no vivimos invadidos por turistas del futuro”. En ese sentido, no cabe la menor duda de que la película protagonizada por Michael J. Fox pertenece al género de ficción.
Sin embargo, también es cierto que la cinta realizó un osado ejercicio de adivinación tecnológica con ciertas pretensiones de verosimilitud, un resbaladizo terreno donde lo más habitual es hacer el ridículo. Los guionistas acertaron de pleno con la estandarización de las teleconferencias o la existencia de drones dotados con cámaras, e incluso previeron una especie de Google Glass. El resto de augurios, sin embargo, siguen sonando hoy tan lejanos como en 1989: muy rápido tendrá que avanzar la ciencia para que en octubre veamos coches voladores, hidratadores de minipizzas, ropa autosecante, hologramas publicitarios y aeropatines.

Pero no seamos crueles. La inmensa mayoría de las elucubraciones cinematográficas sobre nuestro progreso técnico han fracasado estrepitosamente en sus pronósticos. De modo general, salvando algunas obras que nos han presentado un futuro apocalíptico derivado de un fenómeno devastador (“La carretera”, “Hijos de los hombres”, “28 días después”, “El libro de Eli”…), la mayor parte de estas predicciones han tendido a imaginar un mañana plagado de avances mucho más espectaculares de los que hemos podido constatar una vez llegado el término preestablecido. Reincidimos en un optimismo tecnológico machaconamente ridiculizado por la experiencia.

Por ofrecer un breve muestrario de nuestro entusiasmo futurista, pensemos que Stanley Kubrick previó en “2001, una odisea del espacio” que a principios del siglo XXI enviaríamos misiones tripuladas a Júpiter. Por su parte, James Cameron situó el 29 de agosto de 1997 el momento en que nuestros sistemas informáticos alcanzarían la autoconsciencia (“Terminator”). El mismísimo Isaac Asimov escribió una historia que posteriormente protagonizó el desaparecido Robin Williams (“El hombre bicentenario”) sobre un humanoide diseñado en 2005 para realizar tareas domésticas que termina siendo admitido como un miembro más de la familia. ¿Cabe mayor divergencia entre estas previsiones y la cruda realidad? Frente a nuestro sueño de diseñar descomunales naves espaciales para colonizar el sistema solar, el hecho es que hoy seguimos padeciendo serios problemas para que algunos aviones se mantengan en el aire. Frente a nuestros anhelos de avanzar informáticamente hasta superar los confines de la inteligencia humana, nuestros actuales ordenadores continúan preguntándonos si queremos realmente cerrar un programa cuando indudablemente hemos dado esa orden: ¿acaso no nos explicamos bien? Y frente a nuestras esperanzas de ser atendidos con exquisitez británica por mayordomos robóticos, lo cierto es que nos damos con un canto en los dientes si nuestro flamante Roomba no termina agonizando entre las patas de una silla.

Una de las predicciones más interiorizadas desde mediados del siglo XX ha sido la posibilidad de disfrutar de mayor tiempo libre gracias a la revolución tecnológica. Los ordenadores y las máquinas realizarían gran parte de nuestro trabajo, lo que nos permitiría disfrutar reposadamente de nuestras familias, entregarnos a la música y la lectura, cultivar la amistad como es debido, y mantener un ritmo de vida saludable. Me temo que se trata del pronóstico menos atinado de todos, tal y como puede constatarse en cualquier hogar medio de nuestro país (sobre todo de lunes a viernes, especialmente si hay hijos en edad escolar). ¿Tiempo libre? ¿Qué es eso?

La informatización y la robotización no sólo no han logrado reducir la carga laboral en cada familia sino todo lo contrario, pese a que el positivo y necesario acceso de las mujeres al mercado de trabajo debería haber supuesto un estímulo añadido para reducir la jornada laboral, gracias a un reparto equitativo de las tareas profesionales y domésticas entre los cónyuges. Hace cincuenta años un hogar medio occidental, con cinco o seis miembros, subsistía perfectamente con menos de cincuenta horas de trabajo remunerado semanales. Por el contrario, gran parte de las parejas actuales, con uno o dos hijos, apenas llegan a fin de mes aunque tengan la fortuna de contar con dos trabajos a tiempo completo. Eso significa que actualmente cada miembro del hogar consume semanalmente el sueldo de 23 horas retribuidas, cuando antes sólo se necesitaban 9.

Parece que los interesados en fomentar este sistema tiránico han logrado someternos de forma progresiva, con el sigilo de un ladrón nocturno, envenenándonos con un modelo económico que está robando irreversiblemente nuestra vida familiar. ¿Dónde ha quedado aquel futuro idílico que algunos pronosticaban? Al final va a ser cierto aquello de que un optimista es un pesimista mal informado.

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