El valor de la palabra

Publicado en el Diari de Tarragona el 25 de enero de 2015


Esta semana hemos conocido dos historias ciertamente inquietantes, sobre todo si las analizamos de forma conjunta. A pesar de que son muchos los factores que distinguen ambos sucesos, los dos afectan a una cuestión trascendental en un régimen de libertades: el peso probatorio que se concede a la palabra dada por un particular cuando contradice el testimonio aportado por un representante de la autoridad. Los tribunales resolvieron el problema de forma opuesta en ambos procesos, con efectos letales para una de nuestras protagonistas.

La primera historia se inicia hace nueve años en un edificio de la barcelonesa calle de Sant Pere Més Baix, donde una fiesta descontrolada exigió la presencia de la Guardia Urbana. Uno de sus agentes resultó herido de gravedad por una maceta arrojada desde lo alto del inmueble, según la primera versión del alcalde Clos y tres peritos que declararon en el juicio posterior. Aun así, la policía cargó contra los viandantes con estética antisistema que circulaban por las aceras, y tres de ellos acabaron en el Hospital de Mar por las lesiones padecidas durante su detención. Allí la Guardia Urbana se cruzó con Patricia Heras, que esperaba a ser atendida por un presunto accidente de bicicleta. Su forma de vestir y peinarse, junto a un confuso mensaje de móvil, convencieron a la policía de su vinculación con los altercados. No existía una sola prueba que situase a la detenida en el lugar de los hechos, salvo el testimonio aportado por un agente urbano. Tras una cuestionable instrucción de la jueza Carmen García, y pese a que Patricia siempre negó su participación en los disturbios, un tribunal la condenó a tres años de prisión. Finalmente, aprovechando un permiso penitenciario, acabó con su vida arrojándose por una ventana. Años más tarde, el guardia urbano que aportó el testimonio clave para su encarcelamiento fue condenado por denuncia falsa y torturas a un joven de raza negra. El agente tuvo esta vez la mala suerte de cebarse, sin saberlo, con el hijo de un diplomático de Trinidad y Tobago.

La segunda historia es mucho menos dramática pero igualmente significativa. Hace menos de un año Esperanza Aguirre conducía su coche por la Gran Vía madrileña cuando decidió parar en el carril bus para sacar dinero de un cajero. Dos agentes de movilidad aparcaron sus motos junto al vehículo y requirieron la documentación a la antigua presidenta de la Comunidad de Madrid. Según el parte oficial, la conductora “se puso muy nerviosa y bastante alterada, momento en el cual se sube al vehículo y, sin darle la documentación, arranca el mismo y golpea la moto, tirándola al suelo”. Ambos agentes iniciaron una persecución por el centro de Madrid junto a un coche patrulla de la Policía Municipal. Lograron situarse a la altura del vehículo de Aguirre “dándole instrucciones a la conductora para que lo detuviera, haciendo caso omiso de las señales para posteriormente introducirse en el garaje de su casa”. La frenética secuencia de hechos derivó en un procedimiento penal por delito de desobediencia. Esta semana hemos conocido que el juez instructor del caso, Carlos Valle, ha decidido despreciar el testimonio de los agentes y archivar la causa, puesto que Esperanza Aguirre sostuvo en todo momento que no se dio cuenta de que le estaban dando el alto.

Si analizamos ambos sucesos con un mínimo de rigor deberíamos reconocer que, aunque tengamos nuestras sospechas, carecemos de evidencias suficientes para saber si ambas mujeres fueron o no culpables de los delitos que los agentes urbanos les atribuyeron. En ninguno de los dos procesos se aportaron pruebas definitivas sobre lo sucedido, al margen de la versión ofrecida por los policías implicados. Sin embargo (¡oh casualidad!) la jueza Carmen García no otorgó la menor credibilidad al relato ofrecido por Patricia Heras, lo que terminó sumiéndola en una depresión que acabó con su vida. ¿La absoluta irrelevancia de su palabra tuvo quizás alguna relación con su escasa proyección profesional, sus estilismos a lo Cindi Lauper, o su nula influencia social? Por el contrario (¡oh casualidad!) el juez Carlos Valle consideró que la versión ofrecida por Esperanza Aguirre era argumento suficiente para dejar que se marchase de rositas. ¿El omnímodo poder de su palabra tuvo quizás alguna relación con su privilegiada posición económica, su eventual candidatura a la alcaldía madrileña, o el hecho de ser la condesa de Bornos?

Les propongo que fantaseemos con ambas situaciones, intercambiando la identidad de sus protagonistas. Pensemos en Esperanza Aguirre atendida en un hospital público (reconozco que es difícil de imaginar) tras haber sufrido un accidente de bicicleta. ¿Alguien considera verosímil que un guardia urbano intentase vincularla con algún disturbio por culpa de sus magulladuras? Paralelamente, intentemos visualizar a una joven con estética okupa que hubiese cometido una infracción de tráfico y huyese posteriormente de la policía embistiendo la moto de un agente. ¿Alguien tiene la menor duda del futuro procesal que le aguardaría, tras pasar la noche en el calabozo con la cara decorada?

Reconozcámoslo: todos albergamos prejuicios y tendemos a juzgar por las apariencias. Sin embargo, la gravedad de los efectos de este injusto hábito varía dependiendo del contexto. El inmenso poder del que disfrutan nuestros tribunales y cuerpos de seguridad exige un control escrupuloso para evitar que nadie pueda ser condenado o absuelto por su posición económica, su aspecto exterior, o su influencia social. Puede haber vidas en juego. Depuremos responsabilidades y aprendamos de nuestros errores.

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