Je suis Charlie

Publicado en el Diari de Tarragona el 11 de enero de 2015

Europa entera contuvo el aliento durante los tres días de furia que París vivió bajo el fuego terrorista. Las cincuenta y cuatro horas de asedio comenzaron el miércoles, cuando unos yihadistas encapuchados y armados con kaláshnikov asaltaron la sede de la revista satírica Charlie Hebdo en la calle Nicolas Appert, asesinando entre otros al director de la publicación, a varios dibujantes y a dos policías. El semanario vivía amenazado por el integrismo islamista desde que comenzó a publicar viñetas con la imagen de Mahoma en 2006. Hace tres años sus oficinas del bulevar Davout ya fueron víctimas de un atentado con cócteles molotov que afortunadamente sólo produjo daños materiales. Los responsables de la revista decidieron no claudicar ante las intimidaciones y han terminado pagándolo con su vida.

Durante años he recibido regularmente las viñetas de este semanario a través de las redes sociales y he de reconocer que jamás he sentido una especial simpatía hacia su línea editorial, pues su obsesión por ridiculizar las religiones cristiana, musulmana y judía ha ofendido frecuentemente a millones de fieles de estas confesiones. Sin embargo, existe una línea divisoria más relevante que aquella que separa a los que disfrutan o no con determinado sentido de la provocación: la que deja a un lado a quienes defendemos el derecho a manifestar públicamente cualquier postura, y en el otro a los que se arrogan la potestad de vetar la libre expresión del pensamiento. Lo que nos define como demócratas no son las opiniones propias sino nuestro respeto hacia las ajenas. Como decía Voltaire, “no comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. En ese sentido, desde una perspectiva cívica, deberíamos sentirnos más cerca de nuestros antagonistas que respetan la discrepancia, que de aquellos que comparten nuestras ideas pero pretenden imponerlas a los demás.

Como era de esperar, la secuencia de asesinatos y secuestros de esta semana ha enfervorizado la controversia sobre la relación que existe entre el terrorismo y la inmigración musulmana, un debate que unos procuran arrastrar hacia el reduccionismo y otros hacia la candidez. En primer lugar, el intento populista de identificar yihadismo con inmigración salta por los aires cuando constatamos, por ejemplo, que los tres asesinos del miércoles nacieron en Francia y que uno de los policías fallecidos, Ahmed Merabet, era un musulmán de origen árabe. Una vez más, la vida se muestra mucho más rica y compleja que las simplonas proclamas electoralistas. Pero, por otro lado, también sería una ingenuidad ignorar que es difícil encontrar un conflicto religioso de carácter violento donde el islam no aparezca en escena: Siria, Irak, Sudán, China, Nigeria, Pakistán, Indonesia… La inmensa mayoría de los musulmanes son ciudadanos pacíficos, sin duda, pero parece obvio que la conflictividad que genera esta confesión aumenta peligrosamente en todo el planeta. Se trata de un fenómeno empíricamente comprobado que no puede obviarse en aras de esa tolerancia mal entendida que frecuentemente esconde una notable cobardía disfrazada de buenismo. Negar la evidencia nunca conduce a nada positivo, por lo que deberíamos tomar medidas eficaces a nivel legislativo y policial para sofocar los crecientes brotes de salafismo que vienen multiplicándose últimamente en nuestro entorno cercano.

Los trágicos sucesos de estos días también han elevado el recelo irracional de la población occidental contra la comunidad musulmana, como lo demuestran los recientes ataques a centros de culto islámico franceses o la manifestación organizada por los Pegida frente a la mezquita de la M30 madrileña. Sin duda, este sentimiento será ideológicamente instrumentalizado y electoralmente amortizado por los partidos de corte xenófobo como el Frente Nacional de Marine Le Pen, cuyas optimistas expectativas electorales probablemente se vean aún potenciadas a partir de esta semana.

El ministerio de interior galo acaba de reconocer que la policía francesa ha frustrado durante los últimos años varios intentos de atentado islamista, hechos que han sido silenciados ante la opinión pública para evitar la psicosis colectiva. La evidencia de que nos enfrentamos al mayor peligro que acecha actualmente al modelo de convivencia occidental contrasta con lo vivido la noche del pasado miércoles en Barcelona, ciudad que ha sido testigo de recientes manifestaciones millonarias de carácter soberanista, donde apenas trescientas personas lograron congregarse frente al consulado francés para condenar la masacre. Como declaró acertadamente Françoise Hollande minutos después del ataque, estamos amenazados porque somos libres, una espada de Damocles que debería ser contestada con una contundente y masiva reafirmación en nuestros principios fundamentales.

En mi opinión, corremos el riesgo cierto de sucumbir ante estos bárbaros por dos diferentes caminos. Por un lado, podemos ceder al miedo y aceptar cierto grado de autocensura para contemporizar con los intolerantes, una genuflexión social que conduciría progresiva e indefectiblemente al declive de nuestro sistema de valores. Sólo cabe una respuesta: ¡jamás! La libertad de expresión no se negocia, al igual que el pluralismo político, la libertad ideológica, o la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Pero estos fanáticos también nos derrotarían si sus ataques nos llevaran a violentar nuestros principios democráticos en un paradójico intento de combatir su amenaza. No hace falta viajar hasta Guantánamo para intuir el peligro: pensemos en aquellos que pretenden aprovechar lo sucedido para limitar los derechos individuales, restringir las garantías de nuestro sistema judicial o cercenar la libertad de culto de la comunidad musulmana. Ni apaciguamiento ni estado de excepción: la razón y la libertad son nuestra fuerza, y sólo bajo su imperio lograremos derrotarles.

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