Ventanas abiertas

Publicado en el Diari de Tarragona el 7 de diciembre de 2014


Los tiempos convulsos que nos está tocando vivir parecen estar derribando los muros de impunidad que han protegido inmemorialmente a determinados colectivos e instituciones: las finanzas de los partidos políticos se examinan con lupa en los juzgados, los tejemanejes de algunos sindicalistas afloran aquí y allá, una infanta va camino del banquillo… Las ventanas se abren y el aire limpio comienza a oxigenar nuestra vida pública. Algunos pusilánimes temen que nuestro modelo social se constipe con este viento fresco, cuando lo cierto es que eran precisamente estas conductas indignas las que ponían en grave riesgo la continuidad de nuestro sistema. Limpiar una llaga siempre escuece, pero es el único camino para que cicatrice adecuadamente. La táctica de fingir que una herida no existe sólo consigue agravar el problema, mientras que actuar con diligencia puede evitar la gangrena.

Un fenómeno similar se está produciendo en la Iglesia con los casos de pederastia que vienen destapándose últimamente en nuestro entorno. Parece que a algunos católicos les asusta que toda esta inmundicia salga a la luz, mientras otros celebramos que por fin se vacíe la fosa séptica. En ese sentido, llama la atención el encubrimiento más o menos sistemático de estos crímenes por parte de no pocas autoridades eclesiásticas durante décadas. Si buscamos una explicación para este injustificable comportamiento, quizás deberíamos remontarnos a la posición de privilegio que la Iglesia ha disfrutado históricamente en el pasado, llegando incluso a disponer de su propia estructura jurisdiccional (recordemos los conflictos que condujeron al martirio de Tomás Becket). Esa percepción de vivir en una realidad paralela que se rige por sus propias normas ha sido una constante durante siglos, y tiendo a pensar que este sustrato ha favorecido el ocultamiento de los delitos cometidos por sacerdotes y religiosos. Probablemente se decidió que la ropa sucia debía limpiarse en casa, bajo el erróneo amparo de una cosmovisión pseudomística según la cual la Iglesia no es de este mundo ni debe someterse a sus leyes.

La llegada de Benedicto XVI supuso un golpe sobre la mesa en esta cuestión, implantando la tolerancia cero en los casos de agresión sexual a menores e imponiendo la cooperación leal y transparente de la Iglesia con las autoridades civiles. Uno de los ejemplos más sintomáticos de este nuevo rumbo fue la contundente reacción frente a Marcial Maciel, fundador y líder de los legionarios de Cristo, sobre quien pesaban sospechas por abusos desde los años cuarenta. Terminó sus días repudiado por los suyos y expulsado del ejercicio público sacerdotal, pese a no haber sido jamás condenado por un tribunal.

El Papa Francisco ha tomado el testigo de Ratzinger para dar un nuevo impulso a la erradicación de la pederastia. Hace un par de semanas conocimos el caso de un joven granadino captado por una extraña organización de sacerdotes conocida como el clan de los Romanones. Fue la propia víctima la que escribió directamente a Francisco para relatarle lo sucedido y la respuesta papal fue inmediata: no sólo tomó medidas a nivel interno sino que animó a este miembro del Opus Dei a denunciar los hechos por la vía penal. Los presuntos responsables ya están entre rejas.

Pero no hace falta alejarse tanto. La pasada semana este mismo periódico destapó el caso de un antiguo seminarista mercedario que sufrió abusos sexuales en Reus durante los años ochenta. Afortunadamente la reacción del Arzobispado ha sido fulminante, poniendo los hechos en conocimiento de la congregación y de la Santa Sede, y animando a la víctima a denunciar lo sucedido ante la justicia.

Parece que la jerarquía católica se está poniendo las pilas en esta cuestión y no es para menos. Se me ocurren tres motivos principales por los que la Iglesia debería liderar proactivamente la lucha contra estos comportamientos nauseabundos sin esperar a que sean otros quienes los destapen: primero, por coherencia con su mensaje (“al que haga caer a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le sería que le amarraran al cuello una gran piedra de molino y que lo hundieran en lo más profundo del mar”. Mt 18, 6); segundo, por preservar su autoridad moral (es evidente que mostrarse contemporizador ante estas aberraciones es radicalmente incompatible con los valores actuales); y tercero, por instinto de superviviencia (tal y como pintan las cosas, en unos pocos años la palabra “secreto” desaparecerá del diccionario por falta de uso).

Sin embargo, el análisis de esta cuestión quedaría cojo si obviásemos un efecto indeseable que esta necesaria regeneración puede producir de forma colateral. Como lo excepcional siempre es noticia pero lo habitual nadie lo comenta, la proliferación de estos escándalos sexuales puede terminar escampando una sombra genérica de sospecha sobre los clérigos que ejercen su ministerio con menores de edad. Sin ir más lejos, hace unos pocos meses un joven sacerdote me comentó que últimamente jamás se quedaba en una habitación a solas con un niño: no basta con ser íntegro sino que además debe parecerlo. Me pareció una decisión prudente pero también muy triste por lo que tenía de resignación ante un sambenito inmerecido.

Celebremos los nuevos aires que corren en la Iglesia y desterremos la inmundicia que lleva décadas oculta bajo su manto, pero al mismo tiempo defendamos públicamente la honorabilidad de los miles de sacerdotes y religiosos que limpia y desinteresadamente intentan cada día aportar su granito de arena para hacer de este mundo un lugar mejor para todos.

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