Hasta el próximo muerto

Publicado en el Diari de Tarragona el 14 de diciembre de 2014


El mundo del fútbol se sobresaltó la pasada semana al ver por televisión el choque de dos jaurías de descerebrados que se habían citado para partirse la cara en los alrededores del Calderón. Esta nueva batalla campal tuvo especial repercusión mediática por la muerte de Francisco José Romero, un participante en la pelea que fue brutalmente agredido y terminó arrojado a las aguas del Manzanares. La locura continúa y este mismo miércoles dos seguidores del PSG han sido apuñalados en las inmediaciones del Camp Nou. Sólo en el ámbito futbolístico ya han fallecido violentamente nueve personas desde 1982: unos recibieron el impacto de bengalas (Luis Montero o el niño Guillermo Alfonso), otros fueron golpeados (José Gómez o Manuel Luque), otros murieron a navajazos (Frederic Rouquier o Aitor Zabaleta), e incluso un árbitro pereció tiroteado en un partido de regional preferente (Florentino Dueñas).

Como siempre sucede en estos casos, las autoridades se han rasgado las vestiduras ante lo acontecido y han prometido mano dura para la erradicación de este tipo de comportamientos. Los responsables del dispositivo policial han sido fulminantemente cesados y se ha propuesto un riguroso código de conducta en los recintos deportivos que algunos consideran mero postureo político para justificarse ante la opinión pública.

Personalmente nunca he sido testigo directo de este tipo de trifulcas, pese a que frecuenté los campos de fútbol hace unos años como socio de la Real Sociedad. Lo más parecido a una agresión que he visto en mi vida lo sufrí en mis propias carnes durante la final de la Copa del Rey de 1987 -que ganamos, por cierto- cuando un policía nacional me sacudió un porrazo por intentar colocar una ikurriña en la valla de la Romareda. Aun así, nunca me sentí especialmente cómodo al verme rodeado por aficionados que no dejaban de atribuir una profesión muy concreta a las madres de los rivales, de nuestra directiva, del árbitro… ¡incluso de nuestros propios jugadores!

En ese sentido, discrepo radicalmente con quienes intentan minimizar la importancia de los insultos y las provocaciones en los eventos deportivos. La violencia verbal contra los rivales por el mero hecho de serlo es auténtica violencia, aunque no tenga la gravedad de la física, y ninguna persona medianamente civilizada debería respaldarla bajo ningún concepto. Puede que la intención gubernamental de prohibir determinados cánticos y gritos en los estadios sea difícilmente aplicable, pero es de agradecer que por fin alguien censure unas rutinas que han convertido muchos de nuestros campos en focos de agresividad e incivismo.

Si se me permite aportar una vivencia personal, en alguna ocasión he comentado en estas mismas páginas una experiencia que transformó mi forma de observar esta cuestión. Hace seis años tuve la fortuna de asistir a un partido de la NBA en el Madison Square Garden entre los New York Knicks y los Boston Celtics. Desde el primer cuarto, los veinte mil asistentes pudimos comprobar que el equipo de la Gran Manzana acabaría barrido de la cancha por el imparable juego de los visitantes. En nuestro entorno, sin la menor duda, esta situación habría provocado un cabreo monumental en la grada. Pues allí no. Familias enteras con niños pequeños siguieron animando al conjunto local, que perdía veinte puntos abajo de forma clamorosa, sin perder las formas en ningún momento. Es cierto que la anécdota no hace categoría, pero permite comprobar empíricamente que el deporte de competición y la agresividad en la grada son fenómenos perfectamente disociables.

La reforma reglamentaria que se está proponiendo tiene algunos puntos positivos (por ejemplo, forzar la expulsión de las peñas especialmente agresivas) pero puede estar equivocándose al centrar sus esfuerzos en los síntomas de la enfermedad sin atacar el origen de la misma. En mi opinión, debería abordarse una pedagogía preventiva para aplacar la mentalidad tribal con la que gran parte de los aficionados acude a los recintos deportivos en un marco social escasamente cívico.

No cabe la menor duda de que aquellos miles de seguidores de los Knicks deseaban con todas sus fuerzas el triunfo de su equipo, pero tenían perfectamente asimilado que aquello no era más que un juego. Nuestra concepción del deporte, sin embargo, está más cerca de Bill Shankly cuando afirmaba que “el fútbol no es una cuestión de vida o muerte sino algo mucho más importante”, un planteamiento que está convirtiendo nuestros estadios en unos modernos templos dedicados al odio irracional. Mucho más sensata parece la visión de Jorge Valdano cuando definió el deporte rey como “lo más importante entre las cosas poco importantes”.

Se ha escrito mucho sobre la forma en que numerosos aficionados se identifican con sus equipos para conseguir los éxitos que no logran en su vida personal. Vencer el domingo es lo más grande que les sucede durante la semana, un fenómeno tan deprimente como peligroso cuando las cosas vienen mal dadas. Llegados a este punto, convendría hacer una reflexión sobre el papel que han venido ejerciendo determinados periodistas y medios deportivos, directamente interesados en avivar las bajas pasiones de los aficionados para trepar unos puestos en el EGM. Tienen en sus manos un gran poder de influencia anímica que conlleva una enorme responsabilidad social, aunque dudo que sean capaces de rectificar. Sólo espero que en el futuro no tengan la desvergüenza de echarse las manos a la cabeza cuando dos jaurías de descerebrados vuelvan a citarse para partirse la cara en los alrededores de cualquier otro estadio.

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