Mujeres sin rostro

Publicado en el Diari de Tarragona el 20 de julio de 2014


En abril de 2011 el gobierno de Nicolas Sarkozy aprobó una ley que prohibía el uso del velo integral en los espacios públicos. Desde entonces, el burka (una prenda que cubre por completo el cuerpo femenino) y el niqab (un velo con una pequeña abertura a la altura de los ojos) quedaron desterrados de las calles francesas. Esta medida fue ampliamente respaldada por la sociedad gala, aunque una joven recurrió la norma ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al considerar que el uso de estas vestimentas formaba parte de "su fe, su cultura y sus convicciones personales".

Hace un par de semanas se hizo pública la sentencia donde se declara que la prohibición de estas prendas es acorde al Convenio Europeo de Derechos Humanos. El tribunal cimienta su fallo en el derecho de las autoridades a "identificar a los individuos para prevenir atentados contra la seguridad de las personas y los bienes". Es decir, que respalda la norma francesa basándose en cuestiones de orden público, y no por el motivo real que justificó la medida y que el propio Sarkozy explicitó cuando aprobó la norma: "el burka no es un símbolo religioso sino un símbolo de la opresión”.

Efectivamente, el velo integral presupone un sexismo incompatible con los valores occidentales. Sin necesidad de llegar a prendas tan extremas, no es difícil intuir la mentalidad que subyace bajo determinadas prácticas atendiendo al significado del término hiyab, el código de vestimenta femenina musulmana: “esconder” o “separar”. Toda una declaración de intenciones. De todos modos, debemos tener claro que la polémica sobre el burka no tiene nada que ver con el dogma islámico, pues en todo el Corán no hay una sola aleya que imponga el cubrimiento total. El velo integral es una costumbre vinculada a la tradición, un arma masculina que persigue la invisibilidad pública de las mujeres, su desaparición como miembros individuales e identificables de la sociedad, para lograr así su completa irrelevancia más allá de las paredes del hogar. Fuera de su casa no son nadie, no son nada. En ese sentido, nos encontramos ante una agresión directa contra uno de los pilares fundamentales de nuestra civilización, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, un desafío que deberíamos tener en cuenta aquellos que no estamos dispuestos a dar un paso atrás en nuestro modelo social.

El debate generado en Francia por la regulación de esta cuestión ha desbordado las fronteras galas, hasta terminar reproduciéndose con similar grado de polémica en nuestras propias ciudades. Primero fue el ayuntamiento de Reus el que inició la tramitación de una ordenanza de civismo para prohibir el tránsito por la vía pública con el rostro oculto, y ahora ha ido el PP de Tarragona el que ha intentado, sin éxito, aprobar una moción en parecidos términos.

No hay soluciones mágicas para problemáticas con ingredientes tan diversos: tradición, igualdad, creencias, integración… Como premisa, ningún ciudadano medianamente civilizado debería cuestionar el legítimo derecho de cualquier inmigrante a mantener sus tradiciones religiosas y culturales, incluida la indumentaria, siempre y cuando dichos hábitos no entren en directa contradicción con los fundamentos de nuestra democracia. Por tanto, es perfectamente razonable que en nuestra ciudad un sij de Amritsar utilice turbante o que una musulmana de Marrakech cubra su pelo con un pañuelo. Sin embargo, cuando hablamos del burka nos enfrentamos a un fenómeno que va mucho más allá de una mera forma de vestir, pues se trata de una exigencia (conyugal o cultural) cuyos efectos atentan directamente contra la igualdad de derechos.

A algunos nos sigue llamando la atención la aparente tibieza con que la izquierda local aborda estas cuestiones, aunque nada debería sorprendernos tras la propuesta de ICV de convertir el Banco de España en una mezquita. ¿Cómo es posible tolerar esa mazmorra de tela desde una óptica feminista? ¿Qué tipo de síndrome de Estocolmo ha anidado en algunos sectores de nuestro progresismo para empatizar de esta forma con una mentalidad diametralmente opuesta a sus postulados?

Los contrarios a la prohibición suelen utilizar dos argumentos principales para justificar su postura. En primer lugar, señalan que el velo integral no es una prenda habitual en nuestro territorio, y tienen toda la razón. Que yo recuerde, sólo he visto un par de veces un niqab en nuestra capital. Sin embargo, carece de toda lógica que la excepcionalidad de una conducta intolerable sea motivo suficiente para convertirla en tolerable, puesto que la levedad cuantitativa de un comportamiento reprochable no atenúa su gravedad cualitativa. Por otro lado, también se objeta que la prohibición de estas prendas en la vía pública podría tener como efecto colateral la reclusión crónica de estas mujeres en sus respectivos hogares. Este sí parece un argumento de peso para replantearse la forma de regular esta cuestión, pues el intento de liberar a estas personas de su cárcel particular podría terminar provocando su enclaustramiento a perpetuidad.

Nos enfrentamos a una encrucijada democrática que no admite soluciones simplistas y que exigirá analizar cuál es la forma más eficaz de erradicar esta discriminatoria costumbre. Es discutible si la prohibición es la medida idónea para esta problemática, pero tampoco es de recibo la actitud insensata de quienes afirman frívolamente que no hay ningún problema. Sí lo hay y tenderá a agravarse por la lógica demográfica. Son situaciones como ésta las que permiten medir el verdadero aprecio que tenemos por nuestros valores. Y el mero apaciguamiento nunca será una solución.

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