El horror y la indiferencia

Publicado en el Diari de Tarragona el 11 de mayo de 2014


Hasta esta semana eran muy pocos los occidentales que conocían la existencia de Boko Haram. Con el paso de los días, hemos ido descubriendo esta extraña secta radical que aspira a implantar un régimen islamista en Nigeria. Sus comandos han asesinado a más de 4.000 personas desde que iniciaran su campaña a gran escala en 2011, cuando acabaron con la vida de 23 personas en la sede de la ONU en Abuya. Su líder, Abubakar Shekau, ha logrado hacerse un hueco en nuestros informativos para demostrarnos que el mal no es una invención de moralistas y meapilas. El mal existe.

El nombre del grupo, una frase en hausa que significa “la educación occidental es pecado”, permite intuir los propósitos de la organización. Su comandante fue aún más explícito en un comunicado: “Niñas, tenéis que dejar la escuela y casaros". Consecuentemente, uno de sus objetivos fundamentales han sido los colegios donde miles de adolescentes nigerianas intentan formarse para salir adelante. Estos salvajes entran en las escuelas y se hacen pasar por soldados, secuestrando a varias de ellas de las que nunca se vuelve a saber. En los centros educativos de las zonas más expuestas ya apenas quedan niñas, obligadas a quedarse en sus casas ante la posibilidad de acabar sus días como carne fresca en un mercado de esclavos.

El motivo por el que hemos conocido este drama es meramente cuantitativo. Esta vez no han sido veinte niñas raptadas sino más de doscientas, y la enfermiza ceguera que los medios occidentales demuestran ante el infierno africano se ha visto obligada a claudicar. Abubakar Shekau ha sido claro: “he secuestrado a vuestras hijas y voy a venderlas en el nombre de Alá”. Afortunadamente un grupo de ellas logró escapar y así supimos que las cautivas llegan a ser violadas quince veces al día por esta jauría de fanáticos. Algunas adolescentes vírgenes ya han sido repartidas entre los líderes de Boko Haram, otras cuantas permanecen retenidas en los campamentos del grupo terrorista como escudos humanos, y el resto están siendo vendidas como esclavas sexuales por nueve euros cada una. Esto no es un videojuego ni una película de ficción: está ocurriendo en estos precisos momentos en un país del que nos separan cinco horas en avión.

Salvando algunos casos puntuales que rozaban la enfermedad mental (Josef Fritzl, Li Hao, Ariel Castro…) hace décadas que el mundo no contemplaba la depravación moral con semejante crudeza. La tragedia ha impactado especialmente en la opinión pública al ser vivido en directo, y no tras su conclusión como en los casos anteriormente citados. Algunas sociedades occidentales (EEUU, Francia, Gran Bretaña) se están movilizando para exigir a sus gobiernos cooperación para acabar con esta monstruosidad (Washington ya ha enviado un equipo especializado a Abuya). Lamentablemente, esta respuesta ejemplar contrasta con la reacción casi indiferente de otros colectivos.

En primer lugar, llama la atención la pasividad de algunos responsables del gobierno nigeriano, quienes reconocen que “el ejército ha perdido totalmente el control del estado de Borno a manos de los islamistas”. En su defensa debe reconocerse que se trata de una lucha sumamente compleja contra una guerrilla terrorista no uniformada que despliega sus comandos a lo largo y ancho de los 60.000 km2 del bosque de Sambisa. Pese a todo, no son admisibles las declaraciones de las autoridades asumiendo que el rescate de las niñas tardará nada menos que diez años. Tal y como exigen las familias, debe reclamarse al gobierno local una actitud más combativa y eficaz, una demanda que debería ser respaldada por la comunidad internacional.

Por otro lado, tampoco parece muy edificante la respuesta pública del mundo musulmán ante este drama. Boko Haram dice actuar en nombre de Alá, una aberración que habría merecido una rápida y unívoca contestación por parte de las autoridades religiosas de todo el orbe islámico. Lamentablemente, esta condena aún no se ha producido con la deseable contundencia, tal y como ha denunciado esta semana el conocido diplomático Inocencio Arias. Una fe compartida puede ser capaz de sacar lo mejor de nosotros mismos, pero también puede degenerar en un nocivo sectarismo que impide criticar a los correligionarios por el mero hecho de serlo. Pensemos en los reparos de algunos católicos a la hora de condenar sin matices los casos de pederastia, una prevención similar a la de numerosos musulmanes ante la actividad yihadista, y a no pocos judíos respecto a algunos excesos del ejército israelí. Sin duda, la humanidad dará un paso de gigante el día que todos asumamos que los hechos son lo que son, al margen de su autor.

También hay que hacer autocrítica por nuestra reacción ante las atrocidades de Abubakar Shekau. Resulta fácil imaginar la convulsión social que se habría desatado en nuestro país si estos acontecimientos se hubieran producido en EEUU, Japón o la Unión Europea. Pero resulta que el drama discurre en Nigeria, y nuestra sociedad ha asumido inconscientemente que una vida africana no merece la misma atención que una vida occidental. Como botón de muestra (la prensa suele ser un buen reflejo de nuestra mentalidad) esta semana hemos comprobado cómo la expulsión de Ben Affleck de un casino de Las Vegas recibía mayor cobertura periodística en algunos medios que la tragedia de estas doscientas niñas, una decisión empresarial explicable pero tristemente sintomática. Como decía Bernard Shaw, “el peor pecado contra el prójimo no consiste en odiarle sino en mirarle con indiferencia”.

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