A sangre fría

Publicado en el Diari de Tarragona el 18 de mayo de 2014


Eran poco más de las cinco de la tarde del pasado lunes cuando todo el país quedó enmudecido ante las noticias que llegaban desde León. Una antigua trabajadora de la Diputación y su madre habían acabado a balazos con la vida de Isabel Carrasco en un puente peatonal del río Bernesga. Algunas fuentes sugieren que la motivación de este injustificable crimen no era exactamente la misma en un caso y en otro. La hija mantenía con la víctima una disputa de carácter profesional, mientras la madre rumiaba un odio más antiguo y cegador. La presencia casual de un policía jubilado desbarató su huída, y los agentes que las detuvieron quedaron asombrados por la frialdad de ambas mujeres. La investigación ha descubierto una planificación minuciosa del asesinato y hasta cuatro intentos frustrados de acabar con la vida de la difunta. Por lo visto, salir de paseo a matar a Carrasco casi se había convertido en una costumbre para esta familia trastornada.

La única valoración que merecía este crimen, al menos en un primer momento, era la condena más absoluta, sin matices ni interpretaciones que siempre suenan a justificación. Eso no significa respaldar la trayectoria política de la finada, ni muchísimo menos, sino simplemente mostrar un mínimo de educación y humanidad. En ese sentido, resulta procedente la dimisión de la concejala socialista en Vilagarcía de Arousa, Susana Camiño Pérez, por haber resumido el suceso con este desafortunado tweet: “quien siembra vientos recoge tempestades". Lo mismo puede decirse de su compañera de partido en Meis, Beatriz Martínez Sancho, tras colgar el siguiente mensaje contra el presidente de la Diputación de Pontevedra: ""Cuando las barbas de tu vecino veas cortar pon las tuyas a remojar. Tiembla Louzán que la gente anda muy desesperada y los sinvergüenzas que se enriquecen con dinero público terminan pagando. Parece esto Sinaloa... jaja". Lamentable.

Aun teniendo en cuenta la importancia institucional de la víctima, la constatación de que el crimen tenía una motivación personal y no política debería haber moderado la relevancia del suceso hasta los niveles de cualquier otro homicidio común. Sin embargo, la muerte de Isabel Carrasco ha destapado un fenómeno socialmente inquietante, pues los mensajes antes referidos han sido sólo una pequeña muestra de los exabruptos que hemos podido leer estos días. Es cierto que algunos de ellos constituyen claros supuestos delictivos, desde el mismo momento en que incitan abiertamente a la comisión de un crimen: aplaudir a las presuntas culpables por el asesinato, defender que nos iría mejor a todos si este tipo de acciones se repitiera con más frecuencia, afirmar que éste es el mejor camino para limpiar nuestra vida pública, etc. Sin embargo, la mayor parte de las reacciones que han escandalizado a la opinión pública se han limitado a merodear esa sutil línea que separa la explicación de unos hechos y su justificación: críticas mordaces a la fallecida, chistes de pésimo gusto, vinculación de su trayectoria política con su trágico final…

Jamás me ha gustado esa tendencia tan hispánica a la canonización social de cualquier difunto por el mero hecho de serlo, pero tampoco me parece adecuado sacar los trapos sucios de un cadáver aún caliente. Sin embargo, estamos hablando en el plano de lo éticamente aceptable, no de lo legal, por lo que convendría recordar que hablar mal de un asesinado no equivale a incitar al crimen, por mucho que estos comentarios puedan resultarnos nauseabundos, injustos o simplemente extemporáneos. En ese sentido, la presunta reforma que pretende impulsar el Ministerio de Interior contra las redes sociales corre el riesgo de convertirse en una caza de brujas virtual donde se confunda lo socialmente rechazable con lo jurídicamente ilegal. Esta distinción es fundamental en toda democracia que se precie, pues de lo contrario corremos el riesgo de convertirnos en una teocracia laica donde los individuos se vean jurisdiccionalmente sometidos a la sharia de lo socialmente correcto.

Obviando los aspectos legales, el hecho de que la muerte de Isabel Carrasco haya provocado en muchos individuos una explosión de satisfacción morbosa debería hacernos reflexionar sobre el estado catatónico de algunos valores presuntamente consolidados en nuestra sociedad. ¿Qué tipo de personas son capaces de alegrarse por la muerte de otro ser humano? ¿Cómo puede combatirse una cultura política que identifica al adversario con el enemigo? ¿Caminamos hacia un modelo amigable con la discrepancia o hacia una mentalidad embrutecida que exige adhesiones inquebrantables? Esta tensión se manifiesta tanto en la confrontación vertical entre la ciudadanía asfixiada y la endogámica clase política, como en el debate horizontal de carácter puramente ideológico. Resulta inquietante la cantidad de jóvenes políticamente comprometidos que asumen con gran naturalidad el insulto personal en el combate dialéctico, un fenómeno fácilmente constatable en cualquier red social. El dogmatismo frentista está alcanzando unas cotas de sectarismo que impiden aceptar como mera hipótesis de trabajo la posibilidad de que uno esté equivocado. Personalmente, siempre he sentido una gran prevención ante las personas que jamás dudan de nada, y comienzo a percibir que este tipo de individuos se reproducen últimamente como conejos. La propaganda insustancial ha sustituido al debate en profundidad, y la militancia ovina está aniquilando el razonamiento honesto. Va a hacer falta mucha pedagogía para retomar un modelo que permita a cualquier ciudadano la defensa pública de sus posiciones ideológicas sin correr el riesgo de convertirse en la diana del rencor personal de aquellos que no comparten sus ideas.

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