Poner puertas al hambre

Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de febrero de 2014


La muerte de quince inmigrantes subsaharianos en la playa del Tarajal ha devuelto a las portadas de nuestros periódicos un drama que siempre ha permanecido latente. La miseria y la guerra no cesan en el continente africano, y son cientos de miles los seres humanos que huyen hacia el norte en busca de una vida digna. Sin embargo, esta tragedia se está viviendo en nuestro país desde una perspectiva fundamentalmente política (las mentiras del director de la Guardia Civil, los informes policiales, la rectificación del ministro del Interior…) sin reconocer que éste es sólo el reflejo local de un fenómeno global de difícil solución. Con regularidad se viven episodios similares en Lampedusa, en la frontera dominicana, en el río Bravo, en las costas de Florida…

El revuelo que vivimos estos días no se debe a factores cualitativos sino cuantitativos, pues las personas que escapan del horror jamás han cejado en su lógico intento por alcanzar un futuro mejor. Por lo visto, si un nutrido grupo de inmigrantes se ahoga en la frontera, todos nos echamos las manos a la cabeza; ahora bien, si perecen de uno en uno, como lleva sucediendo ininterrumpidamente desde hace años, entonces nos encontramos ante una realidad rutinaria con la que nuestras aturdidas conciencias pueden convivir con total indiferencia.

La migración es un fenómeno constante en la historia de la humanidad, siempre alimentada por las mismas fuerzas: el hambre y la violencia. Se trata de un acto instintivo e irrefrenable de quien sólo busca una existencia soportable para sí y para sus hijos. ¿Quién de nosotros no haría lo imposible por salvar a nuestras familias de la inanición y la guerra? En ese sentido, considero indudable la existencia de un derecho natural a intentar prosperar en la vida, a buscar un lugar donde encontrar una vivienda y un trabajo dignos, un entorno donde todos puedan alimentar y educar en paz a sus hijos.

Sin embargo, vivimos en un mundo organizado en estados, algunos de los cuales conceden a sus habitantes numerosos derechos por el mero hecho de vivir en su territorio: sanidad, educación, seguridad, ayudas sociales... Las diferencias en este ámbito entre territorios impiden de facto la eliminación de las fronteras, pues una medida de este tipo provocaría una avalancha migratoria hacia los países que disfrutan de un mejor estado del bienestar, lo que colapsaría su sistema social por su insostenibilidad financiera. En ese sentido, conviene poner de relieve que la protección fronteriza que realizan los países mediterráneos no redunda en su beneficio exclusivo, sino que protege también a todos los ciudadanos europeos, una evidencia que debería animar a las autoridades comunitarias a cooperar de forma más decidida en una tarea imprescindible para la supervivencia de la UE.

En cualquier caso, supongo que este tipo de razonamientos importarán bien poco a los emigrantes que esperan en el monte Gurugú la ocasión propicia para saltar la valla que les separa del oasis occidental. Sería como intentar convencer a un parado para que renunciase a su prestación por desempleo ante la necesidad gubernamental de colocar deuda soberana a un mejor tipo de interés. ¿Y a mí qué? Su único pensamiento, como es lógico, es escapar de la miseria que les ofrece su continente, mientras curan las terribles heridas que cubren todo su cuerpo, fruto de anteriores intentos de saltar las alambradas. Pese a todo, volverán a intentarlo a la mínima oportunidad que se presente, todo un indicativo del horror indescriptible del que huyen.

Nos encontramos, por tanto, ante un conflicto entre derechos: por un lado, el derecho de todo ser humano a buscar un lugar donde poder disfrutar de una vida digna (como hacen nuestros jóvenes en el norte de Europa, por cierto, sin que nadie les lance pelotas de goma por ello) y el derecho de los ciudadanos occidentales a proteger su sistema político y social, construido desde hace décadas con su trabajo y sus impuestos. En mi opinión, el camino hacia la compatibilización de ambos derechos debería arrancar necesariamente desde la asunción de dos principios fundamentales.

Por un lado, la legítima defensa de nuestras fronteras no puede justificar la utilización de medios desproporcionadamente agresivos contra los inmigrantes. La instalación de las polémicas concertinas (alambradas que provocan terribles heridas a sus víctimas) demuestra que el gobierno ha priorizado la solución más barata sobre otras alternativas menos cruentas, como la construcción de muros infranqueables como los que existen en otros lugares del planeta. La desesperación puede animar a emprender acciones suicidas, y no es la primera vez que vemos a seres humanos desangrándose colgados de la valla fronteriza. Igualmente, debe desterrarse cualquier procedimiento policial que ponga en peligro la vida de los inmigrantes que llegan a nado o en patera. Agilicemos las devoluciones en caliente y abandonemos unas prácticas propias de un estado inhumano y brutal.

En segundo lugar, pensando a más largo plazo, deberíamos asumir que la emigración no se contendrá con prohibiciones sino con medidas que reduzcan su sentido. Este objetivo deberá canalizarse por dos vías: por un lado, favoreciendo la prosperidad de los países de origen (revisión de las políticas proteccionistas occidentales, presión internacional sobre los regímenes totalitarios, control de la actividad de las multinacionales, etc.) y por otro, facilitando la inversión pública y privada en los territorios que rodean la UE. Nadie podrá detener a millones de desesperados si no se les ofrece una alternativa.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota