El grano de arena

Publicado en el Diari de Tarragona el 2 de febrero de 2014


Financial Times y Deloitte organizaron el mes pasado una mesa redonda en Londres para analizar los problemas derivados de las patentes farmacéuticas. Este soporífero asunto logró saltar a los titulares de la prensa mundial gracias a una explosiva frase del presidente del Consejo de Dirección de Bayer AG, Marijn Dekkers. Los intervinientes trataron la reciente reforma legal en la India para que algunas empresas locales pudieran fabricar y distribuir a bajo costo ciertos medicamentos genéricos para tratar el cáncer, el VIH o la diabetes. También analizaron las consecuencias de esta iniciativa sobre las respectivas patentes, algunas de ellas propiedad de la multinacional alemana, cuando el ejecutivo de Bayer soltó la perla que le perseguirá el resto de su vida: "Nosotros no hemos desarrollado estos medicamentos para los indios, sino para los pacientes occidentales que pueden permitírselo". Con un par.

Aunque pueda sonar políticamente incorrecto, en este tema conviene no caer en el maniqueísmo. Las empresas son empresas, y su rentabilidad constituye un requisito imprescindible para que los inversores privados sigan inyectando fondos en un sector que actualmente soporta sobre sus espaldas el peso de los avances médicos en el mundo. Seamos realistas: el día que vender medicamentos no genere dividendos, la investigación científica sufrirá un golpe brutal. Aun así, algo falla cuando las reglas del mercado impiden a cientos de millones de personas acceder a los recursos sanitarios que les podrían salvar la vida.

El ataque de sinceridad del directivo farmacéutico dejó patente, nunca mejor dicho, que a estas empresas les importa un auténtico pimiento lo que ocurra con los enfermos que no pueden pagar sus productos. Aparentemente no sería complicado idear un sistema para que los precios de los medicamentos dependiesen de la capacidad adquisitiva de los compradores: iguales ingresos totales, diferente reparto de la carga. El problema es que una solución de este tipo requeriría una actitud previa de preocupación por aquel de quien jamás se va a obtener un beneficio contable, una perspectiva que parece chocar con la mentalidad imperante.

Las recientes cifras que hemos conocido sobre el reparto de la riqueza en el mundo sugieren que hemos sido conquistados por un modelo ultraliberal que carece de los mínimos resortes para intentar moderar los excesos del capitalismo más insensible. Las ochenta y cinco personas más ricas del mundo tienen el mismo patrimonio que los tres mil quinientos millones de seres humanos más pobres. Estas escalofriantes cifras pueden sugerir que no hay espacio en nuestra sociedad para una visión del mundo que valore la redistribución de la riqueza como un elemento esencial del comportamiento verdaderamente humano, invitando a bajar los brazos ante una realidad que se antoja incontenible.

Probablemente peque de ingenuo, pero siempre he pensado que no hay nada más estéril en esta vida que dejarse abrumar por el tamaño de un problema. Lo reconozco, la situación es realmente crítica, pues el sistema capitalista (el mejor de los posibles, sin duda) ha arrasado globalmente de tal manera que ya nadie parece capaz de ponerle una correa para evitar que haga daño a alguien. ¿Cómo puede reaccionarse cuando semejantes fuerzas se unen en contra de los intereses de la mayoría? ¿Qué podemos hacer los que no somos nadie para frenar los efectos de esta progresiva deshumanización? ¿Existe algún medio para evitar el colapso ético de una sociedad carente de compasión hacia quien lo pasa realmente mal?

En mi opinión, el gran error a la hora de afrontar los desequilibrios sociales que vivimos en la actualidad consiste en pensar que esta guerra se ganará convirtiendo a los grandes organismos internacionales que han sido seducidos por el lado oscuro, esos entes míticamente rehabilitables que aparecen en todas las bienintencionadas redacciones de Primaria: los gobiernos del mundo, la ONU, los poderosos, etc. Craso error. La mejor manera de garantizar que todo siga como está consiste en cruzarse de brazos esperando al héroe de la Marvel. Puede que el pasado nos haya regalado algún dirigente que haya cambiado el curso de la historia, pero la mayor parte de los avances de nuestra civilización se han debido a pequeños gestos compartidos por muchos individuos anónimos. Ése es nuestro campo de batalla.

El pasado fin de semana tuve la fortuna de participar en la jornada de puertas abiertas organizada por la Fundació Bonanit. Sus responsables nos mostraron las sencillas dependencias que se han habilitado en la Part Alta de Tarragona para dar un hogar temporal a quienes habitualmente pasan las noches al raso. Se trata de una labor modesta, nacida de la iniciativa particular, que se mantiene gracias al trabajo de varios voluntarios y a la cooperación de cientos de personas normales y corrientes. Y no es un movimiento aislado. También tengo la suerte de conocer a varias personas implicadas en otras organizaciones con fines humanitarios (Caritas, clubes rotarios, Fundación Vicente Ferrer) cuyas actividades, sensiblemente diferentes entre sí, comparten una desinteresada preocupación solidaria y permiten atisbar un aliento de humanidad en la sociedad que nos rodea.

No es tiempo de rasgarse las vestiduras viendo el telediario sino de levantarse del sofá y actuar, cada uno según sus posibilidades, ofreciendo nuestro tiempo, nuestros conocimientos o nuestra colaboración económica. Nuestro pequeño grano de arena. Pensemos que jamás ha sido tan fácil sentir empatía por los menos afortunados. Ojalá no sea así, pero cualquiera de nosotros podría ser algún día el destinatario de esa ayuda necesaria.

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