Competencia y democracia

Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de noviembre de 2013

Esta semana hemos conocido los resultados de la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas sobre intención de voto en España. Este nuevo estudio del organismo público confirma las sensaciones ya observadas en el pasado reciente, que podrían resumirse con tres simples titulares: el PP ganaría los comicios pero sin mayoría absoluta, el PSOE es incapaz de frenar su sangría electoral, y el Congreso se ve abocado a un inquietante proceso de italianización. Las tendencias son claras, pese a que en ocasiones el CIS haya demostrado el mismo rigor científico que el oráculo de Delfos (en las europeas de 2004 previó una participación del 77% que finalmente se quedó en el 45%, una diferencia que probablemente habría sido menor si un chimpancé hubiese hecho girar una ruleta).

Puestos a analizar los resultados, debería señalarse en primer lugar que es probable que los relativamente buenos resultados del partido de Mariano Rajoy se deban, al menos en parte, a que los datos hayan sido excesivamente cocinados en su tratamiento estadístico, tal y como denuncian amargamente los socialistas. A nadie se le oculta que los responsables de los principales centros demoscópicos españoles (ya sean privados o públicos) ganarían el primer premio del concurso Master Chef con los ojos cerrados, lo que sugiere la conveniencia de restar prudentemente algún punto porcentual al partido que encarga el estudio, al margen de que lo haya hecho directamente u oculto tras la pantalla de una institución u organismo que controla.

Por otro lado, el voto de castigo en forma de atomización electoral es un fenómeno ciertamente generalizado en contextos de crisis. Los extremismos chapotean a sus anchas en medio de la desgracia y el populismo hace su agosto cuando las cosas van especialmente mal (sobre todo si los partidos que gobiernan no pueden ocultar su tendencia a calentarse a la vera del poder financiero). La desesperación económica da alas a los radicalismos ideológicos (pensemos en el notable aumento en la intención de voto de IU) y apuntala los nacionalismos de corte salvífico que no conocen los matices (como lo demuestra el festín de ERC a costa de CiU o los resultados de Bildu frente al PNV). Cuando no hay nada que perder, tirar al monte puede parecer una buena solución.

Sin embargo, en tercer y último lugar, lo que tiene poca explicación desde un punto de vista comparativo es la interminable agonía del PSOE en un contexto que debería suponer una bocanada de oxígeno para sus expectativas electorales. Tenemos un gobierno conservador que ha incumplido sistemáticamente su programa electoral, se halla inmerso en una red de casos de corrupción de proporciones escalofriantes, hemos superado los seis millones de parados, tenemos el presidente con menor capacidad de arrastre de la democracia, la administración exprime fiscalmente a las clases medias, la devaluación de los servicios públicos es evidente, cada vez hay que pagar más por todo, la precarización laboral adquiere tintes nunca vistos… ¡y el principal partido de la izquierda se hunde! ¿Cómo es posible?

Observando la situación actual, me viene necesariamente a la cabeza las conversaciones que he mantenido durante los últimos años con varios valencianos, intentando descubrir cómo eran posibles las aplastantes y recurrentes victorias de un partido putrefacto como el liderado por Zaplana o Camps (como botón de muestra, esta semana hemos visto caer a ese enchufódromo servil y elefantiásico en que habían convertido a Canal 9, un fenómeno comparable –no cuantitativa pero sí cualitativamente- al de casi todas las demás televisiones públicas). La respuesta a mi perpleja pregunta solía ser, poco más o menos, casi siempre la misma: “pues imagínate cómo eran los otros”. He ahí la cuestión.

Si el PSOE fuera un partido medianamente presentable, el PP habría sufrido en estos dos años el mayor descalabro de su historia. Los socialistas se han convertido en una panda de zombis desnortados que vagan por las instituciones sin un modelo ideológico claro, huérfanos de líderes con una mínima talla política. El potencial de los actuales inquilinos de Ferraz es fácilmente evaluable cuando son incapaces de remontar en las encuestas contra un presidente del gobierno al que los españoles otorgan una valoración del 2,45 sobre 10, casi la mitad de la nota que obtiene el representante de una formación que desea independizar a Catalunya de forma unilateral. La actual encrucijada electoral no busca dilucidar quién es el mejor gobernante, ni siquiera quién es el menos malo, sino cuál de los desastres que se presentan ante nuestros ojos es más sobrellevable. Pero ni siquiera a esos niveles los socialistas son capaces de competir.

Al igual que un mercado eficiente requiere competencia, un sistema democrático saludable exige la posibilidad real de votar alternativas mínimamente solventes. El partido fundado por Pablo Iglesias es hoy un batiburrillo sin orden ni concierto que nos perjudica a todos, tanto a sus militantes como a los que no lo somos, pues la catalepsia socialista reduce la competencia electoral y la autoexigencia del gobierno. El PSOE no puede marear más la perdiz y debe afrontar ya dos cuestiones fundamentales: por un lado, establecer nítidamente un único proyecto político, factible y coherente, empezando por la cuestión territorial; y por otro, afianzar urgentemente un nuevo liderazgo, ilusionante y libre de viejas cadenas, que permita plantar cara a un PP que a día de hoy no tiene rival. Una democracia con partidos mediocres es una democracia mediocre.

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