Al pan, pan

Publicado en el Diari de Tarragona el 24 de noviembre de 2013

Hace un par de años llegó a mis oídos una divertida anécdota sobre el difunto Conde de Barcelona. En cierta ocasión decidió invitar a un nutrido grupo de conocidos para compartir una jornada marinera por las costas del Cantábrico a bordo del Giralda, su motovelero de dos mástiles construido en los años cincuenta en unos astilleros escoceses. Entre los convidados se encontraba, pese a no ser un íntimo de Don Juan, un diplomático con tan brillante capacidad para la ironía como escaso interés por el arte de la navegación. Al poco de zarpar, el invitado señaló a los presentes: “miren cuántos delfines hay a la derecha”. El padre del rey, adoptando un tono paternalista, le corrigió: “a bordo no se dice derecha sino estribor”. Poco después, una maniobra exigió la colaboración de los presentes y el diplomático preguntó: “¿qué hago con esta cuerda?”. El conde, visiblemente molesto, contestó: “¡a bordo no se dice cuerda sino cabo!”. Más tarde, el mismo pasajero exclamó en voz alta: “me voy a la parte de atrás”. Don Juan, cuyo fuerte carácter era de sobra conocido entre sus cortesanos, terminó por estallar: “¡¡¡a bordo no se dice atrás sino a popa!!!”. La tensión podía mascarse en el ambiente y alguien propuso oportunamente echar el ancla y almorzar en cubierta para atemperar los ánimos. Una vez sentados a la mesa, el repetidamente censurado invitado se dirigió directamente al Conde de Barcelona con una elegante sonrisa, y demostrando una sorna y una osadía dignas de encomio le espetó: “Majestad, ¿me podría acercar la mantequilla… si es que a bordo se sigue llamando mantequilla?”.

Coincidiremos en que lo esencial de la comunicación no son las palabras sino aquello que representan, y por ello resulta estéril complicarse con términos que esconden realidades perfectamente conocidas que designamos de una manera mucho menos obtusa. Sin embargo, el uso de una correcta terminología es tan relevante que han sido históricamente frecuentes los intentos de retorcer la realidad mediante la utilización torticera de las palabras. El lenguaje comercial, el bancario y también el político están repletos de expresiones que designan conceptos de forma diferente a la usual con un evidente objetivo fraudulento, un fenómeno que nos está tornando crecientemente desconfiados y que nos obliga a traducir lo que se nos dice a un idioma que realmente llame a las cosas por su verdadero nombre.

El pasado fin de semana los miembros del Consell Nacional del PSC tuvieron que afrontar un duro ejercicio en este sentido, levantando el velo semántico que llevaba meses cubriendo un secesionismo puro y duro con el presuntamente aséptico deseo de conocer la voluntad de los catalanes, para así desembarazarse de la tela de araña que el soberanismo les había tendido durante los últimos meses. En cierto modo, se repitió el fenómeno que vivimos en el Ajuntament de Tarragona hace escasos meses, cuando el PSC se negó a adherirse al Pacte Nacional per Dret a Decidir: una cosa es defender que Catalunya no puede permanecer dentro de España en contra del deseo mayoritario de los catalanes (una tesis que defendemos la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país) y otra muy diferente participar activamente en un plan perfectamente orquestado para llevarnos inexorablemente a la independencia mediante la utilización de todos los resortes institucionales, económicos, mediáticos y sociales a disposición de sus promotores. La estrategia de republicanos y convergentes no termina en la consulta sino en la secesión unilateral, y lo lógico es que un partido no independentista como el PSC rechace entrar en una dinámica cuyo objetivo ya no puede esconderse por más tiempo bajo un envoltorio semántico tan atractivo como engañoso.

De todos modos, lo más significativo de la votación del pasado domingo no fue la aplastante y meritoria victoria de Pere Navarro sino el modo en que se produjo. El voto fue declarado secreto a instancias del sector crítico, cercano a los planteamientos nacionalistas, que lo solicitó para sacar del armario a esa presunta marea de socialistas soberanistas que supuestamente apoyaban a la dirección por disciplina de partido. Supongo que confiaban en los mantras sobre el deseo transversalmente unánime de los catalanes de romper abruptamente con España. Me gustaría haber visto sus caras cuando conocieron el aplastante respaldo que obtuvo su propuesta: 13% de los votos. Papelón.

Lo ocurrido en el Consell Nacional trasciende el ámbito socialista para confirmar un diagnóstico social ya comentado anteriormente en estas páginas. Los estrategas de ERC y CDC diseñaron el pasado año una fabulosa maquinaria de propaganda, tan tosca como eficaz, dando proyección a los intelectuales de su cuerda, ninguneando a los contrarios, utilizando para la causa los medios de comunicación públicos, subvencionando interesadamente a los privados… Todos teníamos claro lo que debía pensar un buen catalán, y navegar contra corriente puede ser muy duro. Ante las cámaras eran pocos los que se atrevían a cuestionar el proyecto políticamente correcto, pese a tratarse de una aventura sin respaldo legal, sin hoja de ruta clara, sin padrinos internacionales, sin garantías de la UE… Así se creó la ilusión mediática de una falsa unanimidad colectiva que la realidad está desmintiendo.

El independentismo tiene un problema desde el pasado fin de semana, y no es sólo la dirección del PSC o de Unió. Como en el cuento del rey desnudo, la ficción de una sociedad monolítica ya no es creíble y comienza a correrse la voz.

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