A las duras y a las maduras

Publicado en el Diari de Tarragona el 3 de noviembre de 2013

La AVT abarrotó el pasado domingo las calles del centro de Madrid para protestar contra la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el caso Inés del Río. Pocos días antes, el tribunal de Estrasburgo derogaba definitivamente la llamada doctrina Parot, un apaño urdido en España para intentar ampliar la estancia en prisión de algunos delincuentes especialmente peligrosos.

El asunto se remonta al año 2006, cuanto el Tribunal Supremo estableció que los beneficios penitenciarios no se aplicarían sobre el límite máximo de estancia en prisión del Código Penal entonces vigente (treinta años) sino sobre el total de cada una de las penas a las que el preso hubiese sido condenado. La doctrina Parot (así bautizada por el terrorista cuyo recurso dio lugar a la citada resolución) fue ligeramente matizada por el Tribunal Constitucional en 2008, aunque el grueso de sus principios se mantuvo vigente hasta la pasada semana.

Desde los años noventa existía cierta unanimidad sobre la necesidad de endurecer el tratamiento penal aplicable a los criminales más sanguinarios. Esta circunstancia, entre otras, favoreció la promulgación del Código Penal de 1995, un hito legislativo que incorporó esta demanda ciudadana aunque no solucionaba el problema para los delitos previos sometidos a la más benévola legislación de 1973.

Supongo que prácticamente todos estaremos de acuerdo en que un estado que se obliga a sí mismo a soltar a todos los reos poco después de los veinte años de entrar en prisión (independientemente de sus crímenes y de su rehabilitación) debería ser considerado un estado suicida: a nadie le entra en la cabeza que un terrorista que haya matado a sangre fría a decenas de personas pueda ser encarcelado a los veinticinco años para salir antes de los cincuenta decidido a volver a empuñar las armas; clama al cielo que los violadores reincidentes con informes psicológicos negativos campen a sus anchas por la calle cuando sus víctimas aún no se han repuesto de sus atrocidades; no tiene ningún sentido que sea penalmente irrelevante que un asesino mate a una o a cien personas, etc.

Supongo que fueron este tipo de pensamientos los que cruzaron por la mente de los magistrados del TS en 2006, lo que les llevó a intentar parchear como fuera los errores del legislador anterior, el verdadero culpable de todo este entuerto. Las chapuzas raramente acaban bien, y el resultado de su iniciativa ha sido absolutamente contraproducente: los criminales han salido a la calle como víctimas del sistema, nuestra justicia ha sufrido una reprimenda por un tribunal internacional, y para colmo el estado deberá indemnizar a los más nauseabundos delincuentes de nuestra historia reciente.

La resolución del TEDH, nos guste o no, pone fin a una práctica judicial que vulneraba el principio jurídico que prohíbe aplicar retroactivamente las normas penales cuando perjudican al reo. Las consecuencias han sido socialmente dolorosísimas, especialmente para sus víctimas, pero el fin no justifica los medios. Todas las sentencias pueden ser criticadas, faltaría más, pero cuando comienza a cuestionarse públicamente si una decisión judicial debe ser acatada o no, demostramos que nos falta mucho camino por recorrer como sociedad plenamente civilizada. En ese sentido, tengo la sensación de que dos grandes colectivos han quedado retratados en esta polémica.

En primer lugar, gran parte de la derecha española, que lleva años espetando a los nacionalistas catalanes que las sentencias están para cumplirse, deberá buscarse otro eslogan a partir de ahora para exigir a la Generalitat que acate la legislación educativa. La rabia de las víctimas siempre es comprensible, pero no puede ser el criterio que marque la política penitenciaria de un país. ¿Respeto, consuelo y apoyo a las víctimas? Todo el del mundo. ¿Derecho a influir en la legislación penal? El mismo que cualquier otro ciudadano.

Por otro lado, los colectivos más sensatos de nuestra sociedad han defendido públicamente el necesario sometimiento general a las decisiones judiciales, una positiva campaña que ha permitido sentir por contraste el silencio de los sectores más radicales del nacionalismo catalán, un silencio ciertamente ensordecedor. Los abanderados de la insumisión ante los tribunales españoles no están en condiciones de defender la jerarquía jurisdiccional cuando no pueden pronunciar una afirmación tan obvia como que las sentencias están para cumplirse. Ante esta incómoda tesitura han optado prudentemente por meter la cabeza debajo del ala hasta que deje de hablarse del asunto. Al menos tienen sentido del ridículo.

En cualquier caso, cuando afirmamos que deseamos vivir en un estado de derecho debemos ser conscientes de que esa aspiración conlleva peajes que no podemos esquivar. Uno de ellos es que nuestra disconformidad con normas y sentencias no nos exime de su cumplimiento. Es probable que los efectos de la resolución del TEDH no coincidan con nuestro concepto de justicia material, pero si admitimos el acatamiento voluntario de las decisiones judiciales comenzaremos a cavar la tumba de nuestro estado de derecho. Como decía Sócrates, es mejor padecer una injusticia que cometerla.

La victoria sobre el terrorismo sólo será definitiva si se logra desde la ejemplaridad. La vergonzosa experiencia de los GAL supuso una bocanada de oxígeno para la izquierda abertzale, lo que demuestra que nuestra principal arma no es la fuerza sino la razón. Estamos transitando los últimos metros de un largo y doloroso recorrido: sería imperdonable que un atajo equivocado nos condujera al principio del camino.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota