La edad como criterio

Publicado en el Diari de Tarragona el 19 de mayo de 2013

Una de las consecuencias más sangrantes de la crisis económica es el incremento exponencial de los demandantes de empleo que ni siquiera logran disfrutar de su primera experiencia laboral. Las últimas cifras sobre paro juvenil en España indican que el 57,22% de nuestros jóvenes no consiguen encontrar trabajo, un porcentaje que hace unos años habría resultado inimaginable. Con estos datos encima de la mesa no es extraño que nuestras autoridades se afanen en idear medidas de choque para desbloquear esta desesperante situación. El gobierno de Rajoy presentó recientemente su Estrategia de Emprendimiento y Empleo Joven con resultados aún por comprobar, mientras la Unión Europea se plantea adelantar su programa de 60.000 millones de euros para conceder créditos a empresas que contraten a trabajadores menores de veinticinco años. Nos encontramos ante un grave problema a nivel continental, especialmente hiriente en nuestro caso por la riada de emigración de jóvenes altamente preparados que nos abandona a diario en busca de un lugar donde poder iniciar su vida de forma independiente. Al margen de los dramas personales que esta situación puede conllevar, este fenómeno supone también a nivel macroeconómico una grave devaluación en la capacitación profesional de nuestro tejido productivo y un evidente despilfarro de los capitales dedicados a formación que terminan generando sus frutos en otros países: un desastre se mire por donde se mire. Por todo ello, nuestra legislación laboral ha previsto mecanismos que favorezcan la contratación de jóvenes por parte de nuestras empresas, por ejemplo, mediante desgravaciones en las cotizaciones sociales.

Otro colectivo que suele contar con especiales incentivos según criterios similares es el formado por los trabajadores de edad madura que se hallan en situación legal de desempleo. Nos encontramos ante otro amplio y creciente grupo de parados que se enfrentan a un mercado laboral que raramente demanda trabajadores a partir de un determinado número de años. En ese sentido, por ejemplo, las empresas que contraten a este tipo de personas podrán deducirse la totalidad de la cuota empresarial a la Seguridad Social durante el primer año de relación laboral, siempre que se cumplan determinados requerimientos legalmente establecidos. Se trata de un planteamiento igualmente razonable que intenta compensar la dificultad específica de este colectivo para encontrar un puesto de trabajo.

Como consecuencia de lo descrito, se abre ante los ojos del posible contratador un panorama normativo que aplica criterios de discriminación positiva a los tramos de edad inferior y superior, dejando al estrato intermedio en una posición de menor protección desde un punto de vista comparativo. Se trata de un modelo sensato y argumentable en condiciones normales pero -a sabiendas de que mi postura pueda resultar políticamente incorrecta- puede que el contexto económico vigente no justifique suficientemente su mantenimiento en los actuales términos. Quizás la nueva situación social exija tener en cuenta también otros criterios, más allá de la mera pertenencia a un colectivo con especiales dificultades para encontrar empleo. No pretendo defender un planteamiento inverso al actual, sino simplemente plantear que un mantra asumido de forma mecánica y acrítica por la sociedad actual (hay que privilegiar activamente la contratación de jóvenes y mayores en detrimento del resto) quizás no conserve su sentido en un momento como el presente.

La experiencia demuestra que la carga económica media que debe soportar un trabajador de mediana edad es incomparablemente más alta que la de un joven o una persona mayor. En ese sentido, la reducción sustancial de ingresos a los cuarenta años provoca consecuencias de mayor envergadura que a los veinte o a los sesenta, una evidencia que ha quedado patente con el fenómeno de los desahucios. Desde un punto de vista estadístico, el grueso del gasto de un hogar medio se destina a dos partidas fundamentales: por un lado, el pago de la hipoteca de la casa, y por otro, los desembolsos vinculados a los hijos (formación, manutención, ropa…). Casuísticas al margen, los jóvenes que buscan su primer empleo raramente se ven afectados por estas circunstancias (no suelen tener aún descendencia ni vivienda por pagar) y algo parecido podría decirse de la inmensa mayoría de los trabajadores que se acercan a la edad de jubilación (sus hijos habitualmente ya se han emancipado y con frecuencia la hipoteca está ya saldada). En una época marcada por una crisis económica brutal que devora los puestos de trabajo de personas de toda condición, ¿qué sentido tiene privilegiar la contratación de quienes menos cargas económicas padecen? Pero lo más grave es que los efectos del desempleo en las unidades familiares no sólo afectan a los propios parados sino que también se trasladan a los hijos que aún dependen de ellos. Según datos de Save the Children, en España hay actualmente más de dos millones de niños que viven bajo el umbral de la pobreza, en la mayor parte pertenecientes a familias golpeadas por el drama del paro. ¿Acaso no es de justicia que facilitemos también que sus padres y madres puedan recuperar un trabajo con el que mantenerlos? En mi opinión, o bien descartamos la edad como criterio de privilegio, o bien añadimos la paternidad como factor generador de incentivos.

Favorezcamos la contratación de nuestros jóvenes y mayores, sin duda, pero no a costa de discriminar legalmente a los demás, ahogados con unas cargas económicas insoportables y con hijos menores a su cargo. Millones de familias en apuros necesitan hoy más ayuda que nunca.

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