Tiempos de abdicación


Publicado en el Diari de Tarragona el 3 de marzo de 2013


El secretario general del PSC parece últimamente empeñado en consagrarse como el saco de las tortas del socialismo ibérico. Hace escasas jornadas le cayó la del pulpo por sugerir que el rey debería ceder el trono a su hijo, pese a tratarse de una opinión ampliamente compartida entre los españoles. Por lo visto, la corrección política ha decretado entre las castas prudentes la prohibición absoluta de mentar esta posibilidad en público, un veto que debería también extenderse a las inmediaciones de cualquier florero de restaurante. El gesto de asombro de Pere Navarro ante el revuelo organizado demuestra el carácter naif de su forma de hacer política, esa inocente sinceridad que provoca admiración y ternura a partes iguales: reforma constitucional de corte federal, referéndum legal a la escocesa, oposición a la independencia… La verdad, agradezco por fin que un político transmita una cierta sensación de transparencia intelectual, todo un hándicap en las cúpulas de los partidos, al margen de que se esté de acuerdo o no con sus postulados.

Centrándonos en el sainete borbónico, dudo mucho que Isabel II de Inglaterra se atreviera hoy a quejarse de su annus horribilis, después de ver el circo de tres pistas que tiene montado su homólogo español: a la monarca británica se le incendió el castillo, pero a Juan Carlos I se le quema el trono. Hasta hace pocos meses, los presuntos pecados de la corona española no parecían exceder los límites que sus permisivos súbditos estaban dispuestos a tolerar: confusión de patrimonios privados y públicos, correrías con moto y sin moto, amistades peligrosas, negocios oscuros… Todo formaba parte de una turbia leyenda urbana, y la sumisa pleitesía de la prensa ayudó a que estos rumores no dejaran de serlo.

En esas estábamos cuando una investigación sobre las finanzas de su yerno Urdangarín (hasta entonces, uno de los miembros con mejor imagen de la familia) lo echó todo por la borda. Se acabó la magia, el velo del templo se rasgó, las puertas de palacio se volvieron de cristal y el país dejó de susurrar. Los periodistas de la corte parecieron revivir como Robert de Niro en Despertares, y comenzaron a relatar con creciente soltura todo aquello que habían visto durante años pero que no habían sido capaces de comunicarnos. De no haber estallado el caso Nóos, probablemente nada habría trascendido sobre la escapada de colmillos y cuernos en Botsuana, y todo lo que excediera del accidente doméstico serían simples rumores maledicentes.

Durante las últimas semanas la situación de la convaleciente corona se ha agravado, pese los muchos y variados intentos de Zarzuela por sofocar las llamas: biografías laudatorias ad nauseam, peticiones forzadas de perdón, publirreportajes en TVE más previsibles que el concierto de año nuevo… Las causas de esta recaída mediática son fundamentalmente tres. Para empezar, lo serio: el chantaje de Diego Torres puede implicar directamente al rey en los tejemanejes de su yerno con consecuencias imprevisibles. ¿Bárcenas II? Por otro lado, lo vergonzoso: cada vez resulta más evidente que la fiscalía no está otorgando a la infanta Cristina el mismo trato que concedería a cualquier mortal. ¿Alguien se imagina que en otra empresa presuntamente delictiva no se llamara a declarar a una administradora que se ha beneficiado directamente de las irregularidades? Y por último, lo surrealista: la sospechosa amiga entrañable del monarca parece haberle cogido el gusto a las portadas de nuestra prensa. Al margen de que las fotos de Corinna sugieran la dura pugna que mantiene con Juan Carlos por ver quién de los dos pasa más veces por quirófano, no parece muy tranquilizador para el monarca (¿por qué no te callas?) que Frau Larsen intente suplantar a Isabel Preysler como reina del papel cuché. Puesto que ya ha sucedido más de una vez, y dando por supuesto que sabe más de lo que dice, tiendo a pensar que la Zarzuela no tiene ningún control sobre el tema. ¿Bárcenas III?

Los republicanos se frotan las manos ante los destrozos que el caballo de Troya balonmanista está infligiendo intramuros de palacio, un asalto involuntario que jamás habría triunfado desde el exterior. Personalmente no me considero un monárquico por convicción teórica, pero dudo que en un país tan cainita como España tuviera buen pronóstico una jefatura del estado asumida por un político. Por un lado, por el sectarismo de nuestra clase dirigente (me cuesta imaginar a un político español capaz de asumir la representatividad transversal del país) y por otro, por la similar fracturación ideológica de la población (casi nadie respetaría institucionalmente a un presidente de la república del partido contrario).

¿Debe abdicar el rey? Por supuesto. ¿Cuándo? He ahí la cuestión. Entre escándalos propios y ajenos, Juan Carlos I está ya más quemado que el mapa de Bonanza, pero sería suicida para la monarquía ceder el trono al futuro Felipe VI con el caso Urdangarín encima de la mesa, una verdadera patata caliente. En mi opinión, si la corona quiere sobrevivir al vodevil en que se halla inmersa, sólo existe un camino posible: dejar de proteger a los miembros de la familia real implicados en el escándalo Nóos, facilitar una resolución urgente del procedimiento caiga quien caiga, asumir las responsabilidades judiciales y extrajudiciales que se deriven del caso, y después abdicar. La paciencia de los españoles no es infinita (que se lo digan a Alfonso XIII) y la crisis tampoco ayuda. Ya van tarde.

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