La voracidad de una administración sin principios

Publicado en el Diari de Tarragona el 3 de febrero de 2013


Probablemente uno de los efectos sociológicos más evidentes que la crisis económica ha generado en el subconsciente colectivo es la acentuación de nuestra sensibilidad ante situaciones inaceptables que en épocas mejores eran asumidas con un mayor grado de resignación. Las estrecheces nos han vuelto afortunadamente más críticos y ya no transigimos con la misma sumisión las injusticias y los excesos que observamos a nuestro alrededor.

Por poner algunos ejemplos, hace un lustro el despilfarro inversor de las instituciones era público y notorio, pero entonces esta cuestión apenas provocaba algo más que un esporádico despotrique en la barra del bar; la mayor parte de los políticos cobraban tanto o más que ahora y disfrutaban de las mismas prebendas que en la actualidad, pero a nadie se le ocurría montar un escándalo por la gratuidad de aparcamiento para nuestros concejales; las televisiones públicas eran un agujero financiero sin fondo, como ahora, pero nadie perdía el sueño por los miles de millones de euros que se iban anualmente por ese sumidero; las cajas de ahorros concedían salarios futbolísticos a sus directivos y las empresas privatizadas otorgaban increíbles prejubilaciones con cargo al erario público, sin que nadie persiguiese a sus ejecutivos por la calle para llamarles ladrones; el milagro de la multiplicación de los funcionarios y las empresas públicas era una evidencia para aquel que la quisiera ver, pero nadie pareció preocuparse por la caducidad de los desmesurados ingresos públicos derivados de la burbuja inmobiliaria; el coste final de cualquier obra pública multiplicaba siempre y de forma sustancial el presupuesto inicial de la misma, pero todos asumíamos que ese era uno de peajes consustanciales al karma latino…

Uno de los aspectos más extendidos de esta hipersensibilidad sobrevenida es nuestra actual tendencia a escudriñar pormenorizadamente la forma en que la administración nos trata, y especialmente la manera en que trata nuestro bolsillo. La menor disponibilidad dineraria de las familias y el abusivo aumento de tasas e impuestos nos ha llevado a revisar por norma y con lupa cada céntimo que las instituciones nos succionan para alimentar su elefantiásica maquinaria. Esta misma semana he padecido en primera persona un ejemplo prototípico sobre una actuación funcionarial que probablemente habría sido digerida con menor dificultad cuando todos parecíamos convencidos de que el futuro siempre sería mejor para todos. Si me permiten la anécdota personal, se lo cuento.

Desde hace un par de años soy propietario de un sencillo motocultor destinado a pequeñas labores de campo. Jamás lo he usado, pero como se trata de un vehículo matriculado, el ayuntamiento venía cargándome una pequeña cantidad anual en concepto de impuesto de circulación. El pasado año llegué a la conclusión de que se trataba de un gasto absurdo, especialmente en época de vacas flacas, así que me propuse darlo de baja. Cuál fue mi sorpresa cuando en la oficina de la Generalitat destinada a estos asuntos me advirtieron de que los vehículos agrícolas estaban exentos de este tributo. Como es lógico, acudí al consistorio donde solicité, por un lado, que no volvieran a pasarme dicho cargo, y por otro, que me devolviesen las cantidades injustificadamente cobradas. Pues bien, este martes he recibido contestación resolviendo favorablemente la primera solicitud pero rechazando la segunda. Es decir, admiten que no tienen por qué cobrarme pero se niegan a devolver lo que ya me han cobrado. Para ello el ayuntamiento se ampara en que la ley de haciendas locales sólo reconoce la exención después de solicitarla, es decir, no considera justo que se cobre pero mientras no protestes… Santa Rita.

Este absurdo planteamiento, que carece del menor sentido para un homo sapiens adulto, es una pequeña muestra del desprecio sistemático que el aparato público suele dedicar a una población desbordada ante la ingente normativa que nuestras ociosas instituciones vomitan a diario para favorecer siempre sus intereses frente al ciudadano. En el mundo privado, el verdaderamente real, este tipo de argumentación nos llevaría a dudar seriamente sobre la salud mental de su autor: tú no me debes nada, aun así yo te cobro un dinero, luego tú me justificas que ese cargo no tiene causa, y por último yo lo admito pero me niego a devolverte lo que ya te he cobrado… porque lo digo yo. Ni el mismísimo Groucho sería capaz de elaborar una disertación tan delirante. En definitiva, un mismo hecho constituye un robo si lo hace un particular, pero si lo realiza una institución se llama procedimiento administrativo.

Más allá de la anécdota y de la cantidad en juego (en este caso era una nimiedad), en el fondo de esta situación subyace una convicción tremendamente arraigada en el engranaje público de este país: un acto de la administración no es correcto según su adecuación a la justicia sino según su exclusiva conformidad con la normativa emanada por ella misma, al margen de que choque frontalmente con los principios jurídicos que cualquiera considera evidentes. Aunque hace unos años todos disfrutábamos de una mayor resistencia anímica para someternos ovinamente a los inescrutables designios del funcionario de turno, las penurias nos han despertado de ese lamentable letargo para rebelarnos ante estos abusos, poniendo al descubierto que nuestra aparentemente infinita paciencia no era tal. Algo bueno teníamos que sacar de la crisis.

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