Gracias Benedicto, buena suerte Joseph


Publicado en el Diari de Tarragona el 17 de febrero de 2013

Ya han pasado varios días desde que la sorpresiva renuncia del Papa sacudiera los corazones de millones de cristianos, y con ellos, también las redacciones de periódicos y televisiones de todo el planeta. Al igual que sucediera tras la muerte de Juan Pablo II, la realidad ha vuelto a evidenciar que la relevancia e influencia del papado en todo mundo sobrepasa ampliamente el puro círculo católico, especialmente en el caso de un pontífice empeñado en interpelar intelectualmente incluso a los no creyentes con un pensamiento de una profundidad incuestionable.

Han sido especialmente bellas las palabras del arzobispo de Canterbury, Justin Welby (“hemos recibido con dolor en el corazón pero con plena comprensión la declaración del Papa Benedicto de renunciar a la carga del ministerio de arzobispo de Roma, un puesto que ha desempeñado con gran dignidad, perspicacia y coraje”) o el Gran Rabino Ashkenazí de Israel, Yona Metzger (“estamos muy agradecidos al Papa Benedicto XVI por todo lo que ha hecho para fortalecer la relación entre las religiones y promover la paz”). Contrastan estas declaraciones con el sectarismo que caracteriza al rancio anticlericalismo local, ridículamente empeñado en simultanear un supuesto desinterés ante el hecho religioso con una viperina incontinencia verbal cada vez que se presenta la oportunidad de criticar o ridiculizar a la Iglesia. Los mismos que hace diez años reprochaban a Juan Pablo II su presunta obsesión por aferrarse al trono, son los mismos que ahora condenan a Benedicto XVI por abandonar supuestamente el barco. No creo que merezca la pena dedicarles más tiempo, pues da igual que la Iglesia haga una cosa, su contraria o ninguna de las dos: siempre les parecerá mal.

Sin embargo, es cierto que desde determinados ámbitos, incluso desde entornos afines, se ha planteado la renuncia papal como la consecuencia lógica de una evidente necesidad de descanso por parte de un anciano desbordado. De ser así, quizás deberíamos dar la razón a algunos de sus detractores cuando reprochan al pontífice que se desentienda de sus responsabilidades. Convendría repasar el contenido de su declaración del lunes: “En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. Os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos”. El razonamiento es claro: el Papa en absoluto renuncia a su cargo por no poder sobrellevarlo, sino porque se considera actualmente incapaz de ejercerlo eficazmente. No rechaza el sacrificio sino que reconoce sus limitaciones y actúa en consecuencia.

Paralelamente, este matiz demuestra que nos hallamos ante un acto valiente de un hombre de nuestros días. Llegado el declive propio de su edad, pese al dolor y el cansancio, Juan Pablo II se mantuvo al pie del cañón porque consideraba que su obligación era soportar la cruz de esa responsabilidad hasta la muerte, como el buen pastor que nunca abandona a su pueblo. Por el contrario, Benedicto XVI contempla la disyuntiva desde una perspectiva completamente nueva, al priorizar el resultado objetivo de su labor por delante de tradiciones y expectativas: yo no estoy aquí para ser Papa, sino que soy Papa para estar aquí, donde es necesario, ejerciendo un pontificado eficaz y fructífero al frente de la Iglesia.

¿Y por qué el pontífice se considera personalmente incapacitado para ejercer su ministerio? Pues porque Benedicto XVI ha sido, fundamentalmente, un Papa sometido a la realidad, a la verdad, a la razón. Y da igual que esa realidad pueda ser comprometida (él impulsó la limpieza interna por los casos de pedofilia, empezando por el mismísimo Marcial Maciel); da igual que esa verdad no sea políticamente correcta (él ha mantenido intacto el depósito de la fe contra viento y marea); da igual la oposición que pueda encontrar en su camino (él inició la adaptación de las finanzas vaticanas a la normativa de transparencia internacional); da igual que el empeño conlleve riesgos (él dio orden de terminar con el ocultamiento de los delitos sexuales ante la jurisdicción penal); da igual que la realidad exija decisiones inéditas (él ha sido el primer Papa que ha reconocido su incapacidad personal para continuar)… Y todo ello pese a haberse sentido demasiadas veces incomprendido y solo, demasiado solo.

En apenas dos semanas el Papa dejará de serlo. Joseph Ratzinger desempolvará su vieja sotana negra y se enclaustrará en un pequeño monasterio romano para dedicar el resto de sus días a la oración. Cada mañana, cuando abra la ventana de su celda, observará la magnificencia de la cúpula de San Pedro, y quién sabe qué pensamientos cruzarán por su mente. Quizás vuelva a tener tiempo para tocar el piano, una de sus grandes pasiones, y sin duda seguirá escribiendo. Permanecerá oculto ante cientos de millones de católicos que le echarán de menos. Siento pena, lo reconozco, pero prefiero convencerme de que se trata de la decisión acertada. Muchas gracias por todo, Benedicto, y hasta siempre.

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