El hedor que no cesa

Publicado en el Diari de Tarragona el 27 de enero de 2013

Gran parte de los inquilinos de Génova 13 apenas pegan ojo desde que su honorabilidad ha sido puesta en tela de juicio con las informaciones publicadas por el diario El Mundo (efectivamente, ése que estaba siendo acusado por la brunete convergente de ser el órgano amarillista de propaganda popular). Millones de euros en Suiza, latifundios en Argentina, fortunas en Belize… y la presunta y arraigada costumbre de untar a los máximos gerifaltes del partido con ingentes cantidades de dinero procedentes de quién sabe dónde. La única duda que flota en el ambiente es si el caso Bárcenas esconde a un único chorizo o a una ristra de longitud digna del libro Guinness. Desde luego, lo publicado últimamente deja cada vez menos espacio a la imaginación.

La corrupción política es un fenómeno universal y poliédrico que admite todo tipo de variantes y gradaciones: desde el concejal que se deja invitar burdamente a mariscadas en el yate hortera de un proveedor del ayuntamiento, pasando por el ministro que favorece sospechosamente a una gran empresa con el fin de ser contratado por ella en el futuro, el partido que ingresa cantidades opacas para financiarse a través de curiosas fundaciones subvencionadas, incluso la panda de caraduras que se reparte crudo el dinero negro proveniente de un soborno exigido a un constructor de obra pública para llevarse determinada adjudicación. La creatividad de los sinvergüenzas merecería una gala anual con entrega de estatuillas en el auditorio de Marbella: premio Dorribo de la concordia al soborno más transversal, premio Roca de las artes a la ostentación más kitsch, premio Millet a la libertad sin fianza más meritoria, premio Fabra-Loterías del Estado a la coartada más osada, premio Roldán a toda una carrera…

Decía Lord Acton que el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente, una afirmación que se cumple desde el principio de los tiempos. Durante el reinado de Ramsés IX, el funcionario Peser las pasó canutas por haber denunciado los trapicheos del alto dignatario Pewero con los profanadores de tumbas. Aristóteles narra en su “Constitución de los atenienses” el tráfico de información privilegiada que se produjo cuando Solón intentó corregir los excesos de Dracón decretando la abolición de la esclavitud por deudas. Por su parte, el general romano Escipión el Africano no dudó en destruir ante el Senado las pruebas que podían demostrar la monumental estafa que su hermano Lucio había cometido contra la república. Fueron numerosos los monarcas europeos que impusieron desorbitados impuestos a sus súbditos y solicitaron a los banqueros de la época inmensas cantidades de dinero (que raramente devolvían), y que finalmente terminaron desviando dichas sumas de las arcas del reino a las suyas particulares. El dominico Girolamo Savonarola fue ahorcado y quemado en la florentina Piazza della Signoria por denunciar la corrupción que se había instalado en la corte vaticana de los Borgia. Ni siquiera la instauración de un parlamento independiente en la Inglaterra del siglo XVII consiguió atenuar la deshonestidad pública, pues los máximos representantes políticos del nuevo régimen compraban frecuentemente los votos necesarios para asegurar su posición. En la época de expansión de las colonias, las metrópolis no dudaron en hacerse con las riquezas de los territorios que estaban bajo su dominio mediante el soborno de los funcionarios nativos. La descolonización no redujo el nivel de corrupción sino todo lo contrario, con ejemplos evidentes como el ugandés Idi Amin o el centroafricano Bokassa. La realidad actual no presenta mejores perfiles, repleta de gravísimos casos de mangoneo político en España, Argentina, Italia, Venezuela, Francia, China, Grecia… La lista sería interminable.

Si la corrupción es una constante histórica, también se ha convertido en un fenómeno que salpica a casi todas las formaciones políticas de nuestro entorno: el PP tiene su Gürtel con todo tipo de ramificaciones, el PSOE tiembla con los ERE fraudulentos de la Junta de Andalucía, Convergencia mantiene embargada su sede por el caso Palau, Unió acaba de vivir el caso Pallerols… hasta la Casa Real tiene sus propios casos de choriceo.

Asumámoslo: siempre habrá corruptos, como siempre habrá violadores y asesinos. Ahora bien, nuestros máximos representantes deberían aplicar los medios necesarios para minimizar sus efectos, empezando por responder con contundencia y mostrar un cierto respeto a la inteligencia de los ciudadanos. No van en esa línea las declaraciones de Montoro apelando a su declaración de la renta (¿qué estúpido incluiría un cobro en negro en su declaración de IRPF?) ni la intención de Rajoy de auditar interna y externamente las cuentas del PP. En primer lugar, todos sabemos que cuando se encargan sucesivamente una auditoría interna y otra externa, el objetivo es que la primera limpie el camino de la segunda. Por otro lado, las conclusiones de las auditorías suelen guardar un asombroso parecido con los deseos del que las paga. Por si fuera poco, el código de buenas conductas del PP prometía ya en 2009 auditorías externas anuales y publicadas, y todavía estamos esperando. Y por último, lo más importante: una auditoría versará siempre sobre las cuentas oficiales, no sobre los pagos en B, que por definición no son auditables y es donde se encuentra el problema. Montoro y Rajoy harían mejor sumándose a su compañero de partido José Ignacio Echániz, para exigir a Bárcenas que aporte a la justicia todo el material incriminatorio del que disponga. Y después… sálvese quien pueda.

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