El AVE como síntoma


Publicado en el Diari de Tarragona el 13 de enero de 2013


Esta semana se ha inaugurado el último tramo de la red ferroviaria de alta velocidad que une las cuatro provincias (que no capitales) de la geografía catalana. Las estaciones AVE de Barcelona, Lleida, Girona y Perafort ya están conectadas entre sí, lo que facilitará la movilidad de pasajeros a nivel local e internacional, y favorecerá la llegada de los turistas europeos que hasta ahora se veían obligados a utilizar el avión. Pese a todo, me cuesta comprender cómo el ciudadano medio puede echar las campanas al vuelo por esta noticia, tras analizar fríamente la relación entre el coste final de esta red y el interés general objetivo que supuestamente satisface.

No nos engañemos. Salvando las excepciones que toda generalización conlleva, la clientela habitual de los trenes de alta velocidad españoles suele circunscribirse a tres categorías consolidadas: políticos, ejecutivos de empresa y afortunados ciudadanos con una renta disponible notablemente superior a la media. De vez en cuando uno puede encontrarse a una Rosa Parks que desafíe las estadísticas, pero el target del AVE es de sobra conocido. ¿Ha merecido la pena el esfuerzo presupuestario titánico que hemos realizado con el único fin de lograr que las clases pudientes puedan acortar el tiempo de sus trayectos? ¿Ha tenido sentido desviar la mayor parte de los fondos de infraestructuras a un ferrocarril elitista en un país plagado de estaciones convencionales dignas del Far West? ¿Cómo se justifica que hayamos priorizado la inversión en un exclusivo transporte de pasajeros por delante de otras obras de mayor repercusión social como los corredores de mercancías? ¿En qué cabeza cabe que España sea el segundo país con más kilómetros de alta velocidad en el mundo, sólo por detrás de China, habiendo ya superado a naciones mucho mayores y con una gran tradición en este sector como Francia o Japón? ¿Qué motivaciones se esconden detrás de este capricho saudí en un territorio con unas deficiencias estructurales alarmantes en el ámbito del transporte?

Como siempre, caben dos posibilidades: pensar mal o pensar bien. Si optamos por la primera, habría que analizar las plusvalías obtenidas gracias a esta obra por determinados personajes de la vida pública española. Las sospechas son numerosas, empezando por las informaciones publicadas sobre los negocios de la familia de Esperanza Aguirre en Valdeluz, un macroproyecto urbanístico nacido al calor de una inhóspita estación del AVE, sospechosamente construida en un páramo semidesértico a trece kilómetros de Guadalajara.

Sin embargo, por un día y sin que sirva de precedente, intentaremos pensar bien y asumiremos que la decisión de priorizar la alta velocidad no se ha debido a razones tan espurias, aunque parece evidente que su gestación y desarrollo tampoco se ha basado en criterios estrictamente objetivos. Felipe González construyó una deficitaria y absurda línea aislada entre Madrid y Sevilla, Aznar dio el impulso definitivo al ramal hasta Valladolid, Zapatero inauguró la estación del AVE en León, y Rajoy está centrando la inversión en el trazado gallego. ¿Casualidades? Por si fuera poco, los trenes de alta velocidad tienen sentido como relevo más eficiente a los vuelos de corta distancia, pero a medida que la red se ha ido ampliando, cada capital de provincia ha construido su propio aeropuerto de taifa. ¿En qué país de locos hemos vivido? Y ahora todos hemos de saltar de alegría porque los afortunados que puedan pagar las tarifas del AVE disfrutarán de unos viajes rápidos y cómodos, mientras los problemas en las redes de cercanías, las que verdaderamente usa la gran mayoría de la población, no paran de agravarse. ¿Qué hay que celebrar? Para colmo, con el fin de evitar que los convoyes circulen medio vacíos, Renfe ha anunciado que bajará sus tarifas para los trayectos internos en Catalunya, decisión que evidencia la dudosa rentabilidad de la inversión y demuestra que nuestros políticos empezaron la casa por el tejado, jugando con el dinero de todos para ponerse medallas y contentar a unos pocos.

La función del Estado en materia de inversión pública no es hipotecarse en obras faraónicas destinadas a los más pudientes, especialmente cuando antes no ha dotado al país de las infraestructuras capaces de beneficiar a la mayor parte de la población y mejorar las potencialidades de nuestra economía productiva. El AVE es fantástico, sin duda, pero la construcción de infraestructuras de lujo sólo resulta admisible cuando las necesidades básicas están satisfechas. Una de las obligaciones fundamentales de todo gobernante es identificar las prioridades sociales para aplicar los recursos públicos en consecuencia. En ese sentido, para cualquier ciudadano con dos dedos de frente, los corredores de mercancías van antes que los nuevos aeropuertos de tercera regional, la eliminación de puntos negros en nuestras carreteras va antes que la reforma suntuaria de las sedes institucionales, la asistencia social va antes que las aportaciones a los clubes deportivos, los hospitales y las escuelas van antes que las embajadas y las subvenciones a la prensa, la limpieza de nuestras calles va antes que los jardines verticales, la construcción de autovías estratégicas va antes que los gastos en defensa, el correcto mantenimiento de la red de ferrocarriles convencionales va antes que la ampliación del AVE… Quien sea incapaz de entender estas obviedades difícilmente estará capacitado para administrar razonablemente los fondos públicos que tan arduamente reunimos entre todos.

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