Mariano I el Desbordado


Publicado en el Diari de Tarragona el 15 de julio de 2012


Hace ahora siete meses, el líder del Partido Popular entraba en el palacio de la Moncloa como un conquistador romano al volver de la victoria: ¡Ave Mariano! Nuestra joven democracia jamás había conocido una concentración de poder semejante en una misma persona, tras sucesivos y apabullantes triunfos electorales a nivel municipal, autonómico y estatal. Lo que entonces no imaginábamos era que, apenas medio año después, los ciudadanos terminaríamos obligados a completar la vieja máxima imperial: morituri te salutant…

El presidente Rajoy acaba de aprobar, pese a sus reticencias iniciales, la mayor andanada de recortes de nuestra historia reciente, tras verse superado por una realidad más compleja de lo que se atisbaba desde la segunda bancada del Congreso. Su programa electoral se ha hecho trizas y los mantras que alimentaron su llegada al poder (contención fiscal, previsibilidad, cumplimiento de compromisos) brillan ahora por su ausencia, delatando que el supuesto líder que cambiaría el rumbo del país ha terminado convertido en un corcho flotando en medio de la tormenta. Sus palabras en el Congreso no necesitan comentarios: “Dije que bajaría los impuestos y los estoy subiendo: no he cambiado de criterio”. Me ahorro alusiones geográficas para no herir sensibilidades.

La publicación del proyecto gubernamental para ahorrar 65.000 millones de euros en los próximos dos años ha desatado una oleada de críticas que amenazan con trasladarse violentamente a las calles de un momento a otro. Sin embargo, pretender juzgar un conjunto de medidas tan heterogéneo de un modo global y unívoco supondría un ejercicio de brocha gorda analítica, incompatible con el más mínimo sentido común.

Para empezar, tenemos una serie de recetas que pretenden menguar el costo del aparato público en todos sus escalones: recorte en el número de concejales, reducción de competencias ejercidas por los pequeños ayuntamientos, minoración salarial en el sector público, eliminación de gran parte de los liberados sindicales (¡aleluya!), reducción de los días libres de los funcionarios, homogeneización -a la baja-de las retribuciones a nivel local, rebaja en el gasto de los ministerios… Todos sabemos que, en el fondo, el problema real que compromete nuestro equilibrio presupuestario (y por ende, nuestro progreso económico) es un modelo político y administrativo incapaz de detener su desmesurado crecimiento. Las instituciones se han convertido en ese obeso mórbido que nuestra sociedad transporta en el asiento de atrás, cuyo peso nos impide alcanzar una velocidad de crucero razonable. Estaremos de acuerdo o no con ésta o aquella medida, pero está claro que nuestra futura estabilidad financiera pasa impepinablemente por conseguir que el gasto público corriente descienda a niveles asumibles. Eso sí: esperemos que cuando vuelvan las vacas menos flacas, la clase política no retome su vieja costumbre de colocar cada cuatro años a todos sus amigos y familiares a golpe de concurso-oposición.

En la cruz de la moneda, el segundo rajoyazo incluye diversas medidas encaminadas a aumentar los ingresos de ese trol público que nunca se sacia: aumento del impuesto sobre el tabaco, supresión de la desgravación por compra de vivienda, modificación de la fiscalidad energética, y sobre todo, aumento del IVA. ¡Qué lejos quedaron los días en que el propio Rajoy declaraba que “subir el IVA es el sablazo que el mal gobernante pega a todos sus compatriotas”! Alguno podrá alegar que también se han tomado medidas de crecimiento, como reducir en un par de puntos las cotizaciones sociales, aunque mucho me temo que esas minucias quedarán como unas gotas de agua limpia en medio de un tsunami de barro fiscal.

Al margen del obvio reproche que puede dedicarse al ejecutivo por la diana elegida para descargar su ataque de reformismo (el IVA resulta especialmente gravoso para las clases medias y bajas, por no hablar del insensible recorte en la prestación por desempleo) esta elevación de impuestos nos obliga a preguntarnos por qué un presidente supuestamente de centro derecha, que hace apenas un año despotricaba contra el aumento en la presión fiscal, nos lanza ahora esta puñalada tributaria. ¿Acaso pensaba encontrar en la Moncloa una piscina como la del Tío Gilito? ¿Acaso desconocía el catatónico estado de nuestra economía? ¿Acaso mentía al prometer una reducción de la presión impositiva? Cada uno tendrá su respuesta, pero yo estoy convencido de que Rajoy era sincero en su planteamiento originario, que partía de la premisa liberal que consagra la necesidad de aligerar los tributos para crear riqueza y empleo. Y entonces, ¿a qué viene esta repentina conversión? Pues, en mi opinión, a que la relación entre Bruselas y la Moncloa se parece cada vez más a la de Mari Carmen y sus muñecos.

Lo peor del caso es que probablemente la subida del IVA no sirva para nada. Este impuesto recaudaba cada vez menos por dos motivos principales: descenso del consumo y aumento de la defraudación. No hace falta ser un lince para deducir que una elevación del tributo agravará ambos factores, de modo que una adición de tres puntos en el tipo impositivo puede terminar aminorando la recaudación total. Resultado: no creo que pase mucho tiempo antes de que asistamos a otra batería de medidas similar, ahogándonos cada vez más en nuestra propia miseria. Ojala los que mandan de verdad en este país comprendan que la clave para recuperar nuestra economía no es aumentar los ingresos del aparato público, sino reducir sus gastos. Todavía hay mucho por hacer.

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