Demolition men



Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de julio de 2012


Un rápido paseo por la historia de la humanidad nos permite detectar fácilmente uno de los escasos aspectos que comparten casi todos los gobernantes del planeta: su afán por legar grandes obras públicas para la posteridad. Es indiferente de qué civilización se trate (maya, mesopotámica, bizantina, islámica o jemer), también cuál sea la zona geográfica en cuestión (Francia napoleónica, Rusia zarista, Perú precolombino, Alemania nazi o China imperial), e incluso el sustrato ideológico del mandatario de turno (Moctezuma, Stalin, Thomas Jefferson, Pericles o Julio II). Todos ellos promovieron fabulosas construcciones destinadas a sobrevivir durante generaciones, al margen de que cada uno actuara impulsado por diferentes tipos de motivaciones: aportar esplendor institucional a su gobierno, rodearse de lujos aún más despampanantes que sus predecesores, satisfacer vocaciones arquitectónicas frustradas, o alcanzar tras su muerte una versión secular de la inmortalidad. Esta obsesión monumentalista ha llegado hasta nuestros días, hipnotizando a cualquier dirigente con pretensiones nada más tomar posesión de su cargo.

Si nos acercamos a épocas más recientes de nuestro entorno más cercano, podemos comprobar que los años de vacas gordas y ayudas europeas significaron un despegue de las obras públicas con suerte notoriamente dispar. Así, tenemos la posibilidad de disfrutar de grandes propuestas arquitectónicas que han cosechado un éxito indiscutible (por ejemplo, la reforma global de la Barcelona olímpica, o el económica y culturalmente fructífero museo Guggenheim de Bilbao) junto con una interminable lista de chapuzas vergonzantes y delirios insostenibles que marcarán a sus responsables como los mayores dilapidadores de nuestra historia reciente: pensemos en los aeropuertos fantasma repartidos por toda nuestra geografía (Castellón, Ciudad Real, Lleida, Huesca…), el faraónico nuevo ayuntamiento de Madrid en el Palacio de Comunicaciones, las incontables edificaciones inútiles de la Expo de Sevilla, las absurdas líneas de alta velocidad entre Villarriba y Villabajo, el desértico estadio olímpico de Sevilla, el fiasco de Terra Mítica (y tan mítica), etc.

Pero siempre existe la excepción que confirma la regla, y en Tarragona llevamos bastantes años bajo el mando de diferentes dirigentes locales y autonómicos que parecen encontrarle más gusto a derribar que a construir. No tengo nada en contra de demoler aquellas edificaciones que pierdan su sentido o amenacen con derrumbarse: simplemente me llama la atención esta excepcionalidad histórica que provoca en nuestros mandatarios una curiosa excitación ante la mera visión de un martillo neumático, mientras parecen no encontrarle el punto a eso de plantear una alternativa para el solar resultante. Parece que la nueva cocina ha conseguido contagiar a nuestros políticos la pasión por la deconstrucción.

Los ejemplos de este fenómeno autóctono son incontables. Se derribó el Complex Sant Jordi para reemplazarlo por un bonito criadero de ratas. Se derribó el Hostal del Sol para reemplazarlo por un pseudoparking digno de Benarés. Se derribó el Fortí de la Reina para reemplazarlo por… ¿nada? Y eso por no hablar del pasado cercano, cuando se permitió la destrucción de parte del circo romano para edificar un cine destinado al fracaso. Últimamente, también se demolieron las viviendas situadas frente a la cárcel para construir una ciudad judicial que aún duerme el sueño de los justos (como anécdota, en los libros de historia local debería constar que bajo el actual edificio de El Corte Inglés se enterró la primera piedra de los nuevos juzgados: en el dudoso caso de que siga ahí, me gustaría ver la cara del arqueólogo que la redescubra en el futuro, y deba plantear a sus colegas una interpretación plausible sobre por qué los habitantes de la Tarragona del siglo XXI condenaban a sus delincuentes rodeados de perfumes franceses, ropa de marca y corticoles). Por si fuera poco, incluso se han dado casos en los que determinados edificios han desaparecido sin la intervención directa de nuestros dirigentes, aunque con su inestimable colaboración como ineficaces responsables in vigilando (véase el derrumbe de la histórica Casa Floixà). Definitivamente, vivimos en un Triángulo de las Bermudas inmobiliario. El último capítulo de esta orgía de piqueta y excavadora lo protagonizan los viejos pabellones del sanatorio de la Savinosa. Todos los partidos políticos se han puesto de acuerdo en que unas edificaciones de dudoso valor arquitectónico no merecen impedir el uso ciudadano de este paraje privilegiado. Parece lógico. En lo que no existe unanimidad es en el destino que se desea aplicar al lugar: un parador nacional, un equipamiento universitario, un hotel privado, un parque… Teniendo en cuenta la escasa habilidad de nuestros políticos para ponerse de acuerdo en todo aquello que exceda la mera concreción de sus condiciones laborales, mucho me temo que la actuación sobre estas ruinas se limitará a derribar lo existente para dejar el lugar como lo conocieron los mamuts de la Boella. Eso sí, habremos dado un gran paso, pues la Savinosa volverá a ser accesible por una ciudadanía demasiado tiempo acostumbrada a soñar con este espectacular espacio desde el otro lado de una verja. También es cierto que el actual marco económico no permite aspirar a más, al menos en el corto plazo, lo que no significa que los responsables del inmueble puedan esquivar su deber de preparar el terreno –el político y el urbanístico- para dar una salida digna a uno de los enclaves con más encanto de Tarragona.

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