Huérfanos de ejemplaridad


Publicado en el Diari de Tarragona el 24 de junio de 2012


El libro del Génesis narra de forma sobrecogedora la destrucción de dos ciudades cananeas a orillas del mar Muerto, cuyos nombres han pasado a la posteridad como ejemplo de sociedades globalmente corruptas y carentes de valores. “-Quizás haya cincuenta justos dentro de la ciudad; ¿la destruirás con todo y no perdonarás el lugar por causa de los cincuenta justos que estén dentro de ella? -Si hallo cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré todo el lugar en consideración a ellos.” Supongo que Abraham intuyó que había apostado demasiado fuerte, por lo que fue bajando progresivamente la cifra que debería servir para salvar al resto de la población. “-Por favor, no se enoje mi Señor si hablo sólo una vez más: quizás se encuentren allí diez. Y respondió: -No la destruiré en consideración a los diez.” Pues ni así.

La historia de Sodoma y Gomorra (que el Deuteronomio amplía a Adma y Zeboím) podría servir como metáfora sobre el futuro que aguarda a las sociedades carentes de una mínima masa crítica de ciudadanos ejemplares: la desaparición. La rutina diaria nos demuestra que tanto las virtudes como los defectos son unos hábitos tremendamente contagiosos: por ejemplo, en una ciudad donde todos sus habitantes respetan escrupulosamente las normas básicas de convivencia, es más difícil salir airoso social y legalmente de un comportamiento incívico que en una población plagada de gamberros. Del mismo modo, en un contexto mercantil en el que nadie paga sus deudas a tiempo, la proporción de empresas serias suele ser sensiblemente inferior que en un entorno que expulsa sin miramientos a cualquier actor económico que no respeta sus propios compromisos.

La capacidad de imitación de los comportamientos tiene en el ámbito público su centro de gravedad, pues los individuos dotados de una especial relevancia social tienden a convertirse en una referencia incuestionable para el resto de sus conciudadanos, tanto para lo bueno como para lo malo. En este sentido, si tuviéramos que aceptar a nuestra clase dirigente como muestra representativa del nivel moral de nuestra sociedad, más nos valdría ir comprando una crema protectora factor tres millones contra fuego y azufre. Pero es que además, el estándar ético asumido por los iconos de cada grupo humano no representa sólo un síntoma del estado global del conjunto, sino sobre todo un espejo en el que quizás se mire la próxima generación a la hora de asumir un bagaje moral con el que desarrollar su propia vida: el modelo de hoy puede convertirse en la norma de mañana.

En nuestro caso, tenemos un rey que va a hacer buenos a sus lamentables antepasados; un yerno (e hija) llenándose los bolsillos en operaciones presuntamente ilegales y objetivamente repugnantes; un expresidente del CGPJ gastando a manos llenas nuestro dinero en restaurantes de lujo de Marbella; un Síndic de Greuges dando la vuelta al mundo en ochenta días con cargo a nuestros impuestos; diversos prohombres de la sociedad civil trincando sin pausa desde la atalaya que otorga una Creu de Sant Jordi y la presidencia del Palau de la Música, por poner un ejemplo; infinidad de directivos de cajas de ahorros llevándose crudo el último aliento económico de unas entidades ruinosas que acabarán provocando el despido masivo de miles de trabajadores; una clase política enfangada hasta el cuello (EREs andaluces, caso Gürtel, caso Millet…), escasamente capacitada para hacer frente a los graves problemas que nos acechan, e incapaz de aplicarse a sí misma el régimen draconiano que ha impuesto -como autor o como causante- al resto de la sociedad; unos líderes sindicales cómodamente instalados en una torre de marfil, donde disfrutan de los privilegios con los que se ha pagado su silencio de los últimos años…

Por otro lado, la epidemia de corrupción pública provoca un descenso equivalente en las expectativas éticas de los ciudadanos: entre tanto sinvergüenza, un tipo medianamente decente se convierte en canonizable. Pensemos en los derroches de incienso que la prensa deportiva suele dedicar a los futbolistas que demuestran una mínima humanidad: “Menganito demuestra su lado más solidario dedicando una camiseta a un niño enfermo de Tombuctú”. Me parece fantástico que las estrellas deportivas tengan estos detalles con sus seguidores menos afortunados, pero ese gesto sólo demuestra que no tienen la muñeca lesionada y que saben escribir. ¿A tal nivel de miseria han llegado nuestras metas éticas que un simple movimiento de rotulador convierte a los millonarios en modelos de solidaridad?

Llevaba varios días dando vueltas a estos pensamientos, cuando una noticia casi imperceptible me devolvió la confianza en el género humano. El pasado martes, un menor de edad que nadaba frente a la playa del Pinar de Castellón comenzó a pedir auxilio al verse arrastrado por la corriente. Un hombre de cuarenta años se lanzó al agua y consiguió rescatarlo, pero un golpe de mar lo lanzó contra unas rocas y falleció. La noticia sólo recoge las iniciales de este héroe anónimo, dispuesto a dar su vida por salvar a un niño al que probablemente ni siquiera conocía. Ninguna calle llevará su nombre, nadie organizará para él un homenaje multitudinario como si hubiese ganado una Liga, ningún medio de comunicación le dedicará una página… Sin embargo, el ejemplo de este ciudadano debería servirnos de estímulo para seguir creyendo en una sociedad cuyos valores amenazan con desaparecer. Va por ti, F.G.L.P.

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