Desafección europea


Publicado en el Diari de Tarragona el 3 de junio de 2012


El think tank norteamericano Pew Research Center acaba de publicar un interesante estudio titulado “European Unity on the Rocks“, en el que se plasman las opiniones de la ciudadanía del Viejo Continente sobre diferentes aspectos relacionados con la UE. Llama la atención que sólo un tercio de los encuestados considera que el proyecto comunitario ha fortalecido su economía, en claro contraste con la euforia europeísta en la que vivimos inmersos durante varias décadas. El sueño de Schuman y de Gasperi se resquebraja sin remedio, mientras la moral de una población atemorizada y desilusionada parece tocar fondo: ya no sabemos si pertenecer al selecto club comunitario es un privilegio o una maldición. Ahora bien, las respuestas al sondeo muestran notables diferencias de unos países a otros. Así, son los alemanes el colectivo que se siente más satisfecho con la actual situación, dato que no debería extrañar a casi nadie: esta semana han llegado a colocar bonos a dos y tres años al 0,03% de interés (frente al casi 7% que paga España para financiarse) y sus líderes son los amos del continente sin la menor discusión. Atrás quedaron los días en los que la maquinaria comunitaria fingía un cierto equilibrio de fuerzas: la voluntad de la canciller alemana es hoy la ley en Europa, y los ministros de economía de los países de pandereta no van a Bruselas sino a Berlín a rendir humillante pleitesía. Como botón de muestra, el viaje relámpago de Luis de Guindos para entrevistarse con su homólogo germano en plena tormenta bursátil del pasado miércoles.
España se ha convertido en el rey desnudo de la economía continental, después de mostrar altaneramente sus vergüenzas por el mundo durante años (en la champions league, como decía ZP) hasta que el sentido común y el peso de la realidad nos han bajado del burro con un soplido. Las graves consecuencias de estos delirios de grandeza no se reducen al ridículo estrepitoso que estamos sufriendo frente al resto de la UE: aquella época de ficticio liderazgo económico favoreció un desmesurado nivel de endeudamiento público y privado del que tardaremos décadas en reponernos. En apenas diez años hemos pasado de poner maleducadamente los zapatos sobre la mesa de George Bush, a sacarle servilmente el brillo al calzado de Angela Merkel. Creo que fue James Dean el que pronunció aquella legendaria frase: “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Nuestro sistema económico ha completado a la perfección los dos primeros pasos, y está por ver qué sucederá con el tercero. Habrá que preguntárselo a Goirigolzarri…
A todos nos encantaba llevar la bandera europea en la matrícula cuando Bruselas parecía el genio de la lámpara que satisfacía todas nuestras necesidades de inversión vía fondos de cohesión (por cierto, un sistema de cooperación interterritorial verdaderamente modélico, cuyos criterios podrían asumirse en las siempre dificultosas relaciones entre comunidades autónomas: solidaridad sí, pero supervisada, limitada, condicionada y temporal). Más tarde ingresaron en la UE unos cuantos países del Este y el grifo se cerró, pero para entonces nuestras engañosas tasas de crecimiento ya nos habían hipnotizado a todos: obras públicas faraónicas, coches de alta gama por todos lados, estructuras institucionales insostenibles, endeudamiento familiar desbocado, restaurantes de lujo con lista de espera, bancos españoles comprando entidades por todo el planeta, puertos deportivos a rebosar… Fue un bonito sueño que todo compartimos, y si alguien lo niega, miente. “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. Lástima que Calderón no añadiera un verso para explicitar que, al final, te despiertas.
Nadie puede saber a estas alturas si la creciente desafección que gran parte de la ciudadanía europea demuestra hacia la UE tiene vuelta atrás. En el pasado, los habitantes del sur continental mostrábamos siempre una cierta incomprensión hacia los países que planteaban continuas reticencias ante el brillante proyecto de una Europa unida, y ahora somos nosotros tan euroescépticos como ellos. Y no por tener un modelo geopolítico contrario a la centralización de la soberanía, sino simplemente porque nos sentimos abandonados de la mano comunitaria. “Nos hundimos y ellos son incapaces de lanzarnos un salvavidas”, se puede oír cada día en la barra del bar. Puede que estemos identificando acertadamente los efectos de la situación, pero quizás hayamos errado clamorosamente en el señalamiento de las causas del desastre. Son muchos los analistas que descartan el nexo de causalidad en nuestro penoso estado económico y la propia existencia de una unión comunitaria, vinculando paradójicamente nuestro lamentable estado a la escasa ambición con la que dicho proceso se ha desarrollado durante los últimos años. Probablemente, no habríamos llegado a esta lastimosa agonía si la integración europea hubiese asumido un perfil federal hasta sus últimas consecuencias, creando una verdadera unión económica, fiscal, bancaria, política… Indudablemente hay mucho que reprochar a determinados países, que no han dudado en arrogarse unilateralmente el liderazgo continental, mientras actúan en todo momento exclusivamente movidos por sus intereses particulares. Sin embargo, esta evidencia no debería ser asumida como el efecto perverso de un excesivo europeísmo, sino precisamente como el fruto de una actitud diametralmente opuesta. Estaríamos ciegos si confundiéramos los egoísmos nacionales con el proyecto europeo: un horizonte en común significa precisamente todo lo contrario.

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