Banqueros y banquillos


Publicado en el Diari de Tarragona el 17 de junio de 2012


El desmoronamiento de Bankia ha impulsado diversas iniciativas con las que se pretende exigir responsabilidades a los gestores de nuestras entidades bancarias, siguiendo en algunos casos la estela del proceso islandés que logró llevar a juicio a los más significativos dirigentes políticos y económicos del país atlántico. Un grupo de internautas ha logrado recaudar en un tiempo record el montante necesario para llevar a Rodrigo Rato ante los tribunales, el Parlament de Catalunya trabaja en la creación de una comisión que analice las posibles responsabilidades ejecutivas en la debacle de las cajas de ahorros, y el FROB ha demandado judicialmente a los antiguos gestores del Banco de Valencia. La mecha ya se ha encendido, y nada ni nadie podrá detener por mucho tiempo un proceso que cuenta con un innegable respaldo social y una base sustantiva fuera de toda duda.

Efectivamente, son muchos y muy variados los motivos por los que la sociedad debería pedir explicaciones a unos ejecutivos que se han convertido en multimillonarios gracias a un trabajo a todas luces cuestionable. En ese sentido, convendría diferenciar el escándalo provocado por las remuneraciones recibidas por determinados directivos de bancos privados, pues al fin y al cabo se trata de empresas que pueden retribuir a sus mandos como mejor les parezca. Por ejemplo, las multimillonarias pensiones que han disfrutado algunos mandamases del BBVA o Santander pueden parecernos inmorales, pero no dejan de ser gratificaciones contractuales del ámbito puramente mercantil a dirigentes que han logrado resultados ciertamente notables en sus respectivas entidades.

Caso radicalmente diferente es el de las cajas de ahorros y los bancos cuya nefasta gestión los ha conducido a la bancarrota, debiendo ser auxiliados en último término con dinero público. Es cierto que la mayor parte de la ayuda al sector financiero se ha materializado en forma de préstamos, pero no deberíamos olvidar que esos créditos se van a sufragar con unos fondos públicos que actualmente se nos niegan a la ciudadanía a la hora de cubrir los servicios más básicos. De hecho, el rescate europeo a nuestro sector financiero se dirigirá en primer término al Estado, que es quien concederá dichos fondos a las entidades en peligro a través del FROB.

A estas alturas resultan patéticas las apelaciones a la clemencia social pronunciadas desde determinadas cúpulas financieras, señalando que su actual situación es el simple resultado de un penoso contexto económico internacional, pues la supervivencia de entidades perfectamente solventes (algunas de ellas, también cajas de ahorros) demuestra fehacientemente que la ruina no era el destino inevitable de sus organizaciones. Simplemente, como suele decirse, es en la bajamar cuando se comprueba quién se bañaba desnudo. La exigencia de responsabilidades no se debería limitar a las malas prácticas bancarias que han conducido a la quiebra de dichas entidades, sino que tendría que extenderse también a otros asuntos cuya falta de ética clama al Cielo. Pensemos en las desorbitadas remuneraciones que han recibido algunos directivos después de haber hundido sus organizaciones, la estafa masiva que ha supuesto la venta de participaciones preferentes como instrumentos de ahorro pese a tratarse de productos de inversión, la desvergonzada intromisión de determinados partidos políticos en la gestión de las cajas, etc.

Sin embargo, desde algunos ámbitos se están intentando frenar estos deseos de justicia, señalando que un aireamiento total de la realidad bancaria de los últimos años podría suponer la puntilla para un sector financiero que agoniza sin remedio. Razonamientos de este estilo han sido difundidos desde diversas tribunas políticas y económicas, convenientemente edulcorados o encriptados, en muchos casos con el único objetivo de taparse recíprocamente las vergüenzas: “habrá que exigir responsabilidades pero éste es el momento de solucionar nuestros problemas urgentes”, “debemos centrar nuestros esfuerzos en salir de la crisis y no distraernos con cuestiones accesorias”, etc. Pese a todo, y aun a sabiendas de lo impopular de esta afirmación, puede que sea cierto que un levantamiento del velo ilimitado, en estos precisos momentos, terminase inclinando la frágil balanza que actualmente mantiene con vida nuestra economía, arrastrándonos a un rescate sin matices sectoriales. El caso islandés se basaba en imprudencias de gestión, mientras que el nuestro aporta (¿cómo no?) aspectos más cercanos a la corrupción pura y dura. De ser cierto, ¿acaso debemos mirar para otro lado? ¿Es justo que los principales responsables de este desaguisado se vayan de rositas? ¿Qué estado de derecho renuncia a impartir justicia por motivos macroeconómicos? Cuestiones difíciles, sin duda, que sólo aquellos que conocen a ciencia cierta la envergadura de nuestra podredumbre pueden contestar.

Si no queremos convertirnos en un país bananero (en el hipotético caso de que no lo seamos ya) deberíamos asumir que el descalabro provocado por la temeraria ruindad de algunos ejecutivos no puede quedar impune: plantillas enteras abocadas al despido, entidades centenarias hundidas en la quiebra, cientos de miles de jubilados privados de sus ahorros… mientras ellos se han llenado los bolsillos con las imaginarias reservas de unas empresas ruinosas. Y ahora lo tenemos que pagar entre todos… ¿Es éste el momento de echar cuentas? Me gustaría pensar que sí, aunque no lo tengo claro.

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