La lección de 1812

Publicado en el Diari de Tarragona el 25 de marzo de 2012




Esta semana hemos conmemorado el segundo centenario de la Constitución de Cádiz, un texto de gran valor histórico, jurídico y político. A pesar de su escasa vigencia temporal (apenas dos años) siempre se ha considerado un hito en la historia de nuestra democracia, sirviendo después como modelo para las repúblicas que nacieron tras la desmembración del imperio español. Fue una de las primeras constituciones democráticas del mundo y una de las más avanzadas, aunque lamentablemente el retorno de Fernando VII tras la guerra de Independencia supuso su derogación fulminante: nunca sabremos qué habría sido de este país si hubiese permanecido como locomotora de la modernidad en Europa, en vez de trasladarse con todos sus pesados bártulos al vagón de cola.

Habitualmente, “la Pepa” suele ser reconocida como un reflejo de los deseos democratizadores de las capas más liberales de la sociedad de la época. Efectivamente, el texto desterraba el absolutismo monárquico y, quizás con cierta ingenuidad, instauraba los mejores cimientos para edificar una sociedad libre, igualitaria y participativa. Sin embargo, la norma también rompía con el modelo territorial vigente, alterando el estatus político de las colonias. Hacía tiempo que las tierras de ultramar mostraban sus ansias descentralizadoras respecto del poder de la metrópoli, y en 1812 se llegó al acuerdo de convertirlas en provincias españolas en igualdad de derechos con las peninsulares. Los criollos acogieron la nueva legislación con esperanza, decididos a desarrollar sus objetivos federalistas a través de las diputaciones (una institución considerada hoy por algunos un símbolo de la opresión española, por cierto).

Tras la expulsión definitiva de los franceses, el retorno del injustificadamente anhelado Fernando VII supuso el fin del sueño democrático, y con él, también el de la necesaria descentralización del reino. Debe destacarse que, en la decisión de derogar la carta gaditana, el factor económico jugó un papel esencial. El texto aprobado en el oratorio de San Felipe Neri diferenciaba nítidamente el patrimonio público de los bienes del rey, y la conversión de las colonias en provincias arrebataba de las manos del monarca la fortuna que llegaba desde América. Sin embargo, el borbón no logró lo que se proponía, pues la recentralización del reino convirtió a los federalistas americanos en independentistas, y una década después el Imperio se había roto en mil pedazos. En ese sentido, el aniversario de la Constitución de Cádiz debería servirnos para reflexionar sobre el futuro que suele aguardar a los estados que dan la espalda a las reclamaciones federalistas de autonomía política y económica en algunos de sus territorios.

La actual realidad española demuestra el fracaso de la Constitución del 78 en su pretensión de implantar un modelo territorial estable y satisfactorio, entre otras cosas, por culpa de la práctica equiparación ulterior en el nivel de autogobierno entre comunidades con un sentimiento de pertenencia notablemente dispar. Si analizamos los dos principales focos secesionistas en España, tenemos por un lado el caso de Euskadi, que pese a su altísimo grado de autogestión, mantiene una mayoría social incuestionablemente nacionalista, como quedará evidenciado en las próximas elecciones autonómicas sin exclusión de la izquierda abertzale. Este hecho demuestra que el soberanismo vasco tiene un fundamento básicamente identitario (primario para algunos, romántico para otros) que sobrevive a las conquistas competenciales. Por otro lado, Catalunya también vive un notable crecimiento del sentimiento independentista, aunque todos los estudios sociológicos afirman que este fenómeno se debe primordialmente al factor económico (materialista para algunos, lógico para otros). De hecho, si la Generalitat lograse algún día las facultades fiscales del Gobierno Vasco, lo más probable es que la intención de voto soberanista cayera en picado en cuestión de horas.

La resolución del encaje territorial no es sencilla. En mi opinión, resulta perfectamente legítimo que una parte del país decida independizarse si una mayoría solvente de su población así lo estima conveniente, especialmente en las comunidades que disfrutan de unos caracteres nacionales indiscutibles. Sin embargo, esto no significa que una porción del estado pueda definir autónomamente las normas que van a regir al conjunto, como subliminalmente algunos pretenden defender. En el fondo, una vinculación política no es más que una forma de relación humana: nadie puede alterar las reglas de funcionamiento interno de un club sin el acuerdo de la mayoría de sus miembros, aunque siempre debería tener la posibilidad de devolver el carnet si el resultado de su esfuerzo de convicción no es el esperado.

Dicho esto, resulta paradójica la cortedad de miras que demuestran algunos partidos políticos y medios de comunicación llamados a preservar la unidad española. El ejemplo de las colonias americanas demuestra que tensar la cuerda territorial ilimitadamente termina rompiéndola sin remedio. En ocasiones, cualquiera diría que los asamblearios independentistas y los rígidos centralistas jugasen en el mismo equipo (pensemos en el despegue electoral del secesionismo inmediatamente posterior a la mayoría absoluta de Aznar). Si alguno desea defender un modelo jacobino para España está en su perfecto derecho, faltaría más, pero que luego no se extrañe del crecimiento exponencial del independentismo periférico. Por el contrario, si se desea fomentar la cohesión anímica de un proyecto común, quizás deberían replantearse determinados principios (solidaridad fiscal ilimitada, invisibilidad de las lenguas cooficiales fuera de sus fronteras, simetría autonómica, etc.) que pueden terminar dinamitándolo para siempre.

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