La autoridad como deber

Publicado en el Diari de Tarragona el 11 de marzo de 2012


Hace poco más de una semana, un matrimonio de Úbeda fue arrestado por la Guardia Civil acusado de un presunto delito de detención ilegal. La noticia no tendría la menor trascendencia si no fuera porque la denunciante era su propia hija de dieciséis años. Por lo visto, el padre decidió castigarla sin salir de casa por algún incidente previo que no ha trascendido, y la menor no tuvo mejor idea que acudir a la policía para que acudiese al hogar familiar. Una vez corroborado el relato, con la ley en la mano, los agentes no tuvieron más remedio que detener a ambos cónyuges, él como autor y ella como colaboradora, por haber atentado contra el deber familiar de proteger a una menor.

Este delirante episodio me trae a la memoria el caso de la madre que, hace pocos años y también en Jaén, fue condenada con penas de prisión y alejamiento por haber dado una torta a su hijo. Lo que a veces no conocemos es el final de estas estrambóticas historias, como en este caso, en el que la propia familia de aquel niño separado de su madre acabó solicitando ayuda a los servicios sociales para que se encargaran de la titánica tarea de encauzar a aquel menor. Así sería el chaval…

La obsesión por desautorizar a los responsables de la educación de los niños no es patrimonio exclusivo de unos poderes públicos borrachos de talante, o de determinados teóricos de la pedagogía que parecen no haber tratado jamás con un niño de carne y hueso. Los propios padres podemos caer en el mismo error cuando nos dejamos arrastrar por ese creciente hábito de cuestionar, en presencia de nuestros hijos, la autoridad o los métodos de sus profesores. Parece obvio que en una sociedad mentalmente sana, padres y maestros deberían concederse una presunción de acierto hacia sus respectivas decisiones, salvo prueba en contrario. Porque cuando un profesor suspende a un chaval, ¿resulta pedagógico que los padres acudan al colegio por sistema para protestar, incluso en compañía del propio alumno? Se ha escrito mucho sobre los progenitores que se sienten obligados a salir siempre en “defensa” del niño por un cierto complejo de culpa, intentando compensar con un exceso de mimo su falta de dedicación efectiva, activa y diaria. Y a la inversa, si un maestro descubre que un alumno suyo ha sido castigado por sus padres, ¿parece razonable acudir directamente a la policía por si el crío está siendo víctima de “tortura psicológica” en su casa? Con la actual legislación, la mayor parte de nuestros abuelos habrían acabado entre rejas…

Somos muchos los padres que hemos sufrido la incómoda experiencia de llevar a nuestros hijos a urgencias por cualquier motivo, temiendo la posibilidad de meternos en un lío por el moratón que el crío se había hecho jugando al fútbol. Y que a nadie se le ocurra reprender enérgicamente a un chaval en público, pues seguro que a su alrededor habrá algún guardián de la nueva moralidad que le dedique una mirada de reproche como si uno fuera la mismísima reencarnación del rey Herodes.

Gracias a Dios, en la inmensa mayoría de hogares quedaron atrás los años en que el maltrato físico y psíquico era el medio ordinario con el que se “educaba” a los hijos. Sin embargo, en algunas cuestiones la vuelta del péndulo ha resultado excesiva, como en tantos otros temas, dejando a los padres ante la difícil tesitura de optar entre mantener asilvestrados a sus hijos, o corregirlos adecuadamente con el riesgo de acabar en el cuartelillo como el matrimonio de Úbeda. De aquellos barros vienen estos lodos, y ahora nos vemos obligados a convertir a los directores de colegio en autoridades públicas para evitar que sus centros terminen convertidos en el instituto de Sidney Poitier. Se trata de una medida acertada, pero supone la demostración palpable de que no vamos por buen camino.

Evidentemente, los poderes públicos deben velar sin descanso por la integridad física y psíquica de los niños con riesgo de ser maltratados en su propio hogar. Sin embargo, conceptualizar la autoridad familiar como un mero derecho de los padres que debe ser regulado para evitar abusos, supone un reduccionismo que fomenta el rechazo social al ejercicio decidido de dicha potestad. Por el contrario, la corrección paterna es fundamentalmente una auténtica obligación de los progenitores, que se corresponde con el derecho de los hijos a ser convenientemente educados y formados. En ese sentido, abdicar del deber de corregir a nuestros hijos, supondría hacerles el peor de los favores.

No tengo la menor duda de que el gobierno se halla inmerso en una absorbente tarea legislativa para reflotar un país naufragado por la crisis económica. Sin embargo, convendría que reservase parte de su tiempo para deshacer el entramado legalista creado irresponsablemente por el anterior ejecutivo, sometido a un buenismo que está destruyendo los escasos resortes que nos quedan a los padres y profesores para intentar convertir a nuestros hijos e hijas en ciudadanos trabajadores y honrados. En el actual contexto social, quizás esta cuestión pueda parecer un tema menor. No nos equivoquemos: los actuales niños gobernarán este país dentro de unas pocas décadas, y cuando veo a algunos de ellos… esa noche no consigo pegar ojo.

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